Para sumergirse en la experiencia de María, debemos abandonar el olor rancio de lo que nos parece conocido, para movernos hasta el confín de nuestro sentir y captar la extraordinaria provocación de la mujer de Nazaret. Mirándola se muestra una dirección que conduce a otra parte, porque ella parpadea desde el umbral de otro lugar.
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La vemos muy joven, unida a José pero sin haber entrado en su casa, enfrentando la llamada de Dios, no solo por un nacimiento extraordinario (la Escritura está llena de estas situaciones), sino por una auténtica alianza (Lucas 1, 26-38). Entonces ella, como Moisés, se encuentra en la frontera entre Dios y el pueblo, en la cima de un nuevo Monte Sinaí, y se le pide que haga un pacto con Dios que quiere visitar a su pueblo. Mantiene así firmemente la primera frontera, la que existe entre Dios y la humanidad, acogiendo su don y dejando que las fronteras problemáticas del pueblo se beneficien con su presencia.
Lucas nos la presenta de inmediato viajando para ir a ver el signo que le es dado: el embarazo de Isabel (1, 29-45). María se empuja a otra frontera, porque después de haberse adherido al plan de Dios con total autonomía y haber concebido al Mesías de Israel, sale de viaje sola para contemplar y comprender lo que le está sucediendo. La frontera por la que camina es la de la libertad y la independencia que las mujeres de su época (y en gran parte también hoy) no conocían.
No parece estar sujeta a la autoridad paterna, ni a la de su esposo: dispone de sí misma, de su cuerpo, de su tiempo. Su virginidad –pérdida que en aquella época se volvía propiedad de aquel que la había “roto”– , es el signo no de la pureza, sino de la falta de disponibilidad de la persona: esta mujer no tiene amos y dirige a todas las mujeres (vírgenes o no) a mirar hacia la frontera de la libertad y la emancipación, libre de toda sumisión.
Juan nos describe a María que, después del signo en Caná de Galilea, se encuentra siguiendo a Jesús (2,1-12). Nos la presente mientras baja a Cafarnaún detrás de aquel que era el hijo y ahora es maestro, en fila con los discípulos que han creído en él gracias a lo que ella le ha pedido que haga. Seguirle conduce a regiones inexploradas, donde el privilegio de la maternidad es abandonado para vivir de la escucha de la Palabra y así compartir con todos los que se hacen dóciles a la Palabra la intimidad con Jesús.
Él lo dirá expresamente a la mujer que se alza entre la multitud y alaba a aquella que lo ha llevado en el vientre y amamantado: Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican (Lucas 11,27-28). María, protagonista de una maternidad extraordinaria que podía hacerla exaltar por el rol único que le había tocado, vive sin embargo en la frontera del discipulado, arraigada solamente, como todo, en la docilidad a la palabra.
Testigo autorizada
Tal será la intensidad de su camino que se convertirá, en medio de los testigos, en la que creyó primero, la testigo autorizada de lo que sucedió desde el principio. Esta excelente testigo se confía a los discípulos para que aprendan la fe y sigan su camino: de hecho, ella no huye de la cruz, bebiendo hasta el final el cáliz que Jesús mismo debe beber (Juan 19, 25-27).
Y así, una discípula perfecta en la hora de la gloria como en la hora de la muerte, puede participar en la obra del Espíritu que da a luz a la Iglesia a partir del testimonio de aquellos que habían vivido con Jesús y que involucran en su fe y en su familia a todos aquellos que quieren reconocerlo como Señor (Hechos de los Apóstoles 1-2). La frontera del testigo, que María comparte con otros testigos en el primer día de la Iglesia contada en Hechos, es aquella en la que la Iglesia vive, llegando a los que no conocen el Evangelio o que de alguna manera están cansados y oprimidos.
Estas son las palabras proféticas que María pronuncia en el Magnificat levantándose en el frente a lo largo del cual se levantan todos los que luchan contra el mal (Lucas 1, 66-79). La mujer de Nazaret proclama un cambio de destino: los que oprimen y hacen pasar hambre serán derrocados, mientras que los que sufren y tienen hambre serán liberados. En la frontera del Reino anuncia su inminente advenimiento, que Jesús habría logrado: los pobres pueden regocijarse, los demás convertirse.
Hermosa y terrible como un ejército alineado en una batalla, el pueblo cristiano la ve victoriosa contra el mal: el pecado no la toca, la muerte no puede vencerla. La última frontera de todas, el horror del mal y el enemigo de la muerte, la considera una promesa de esperanza para todos y cada uno. Y como en la antigüedad, las mujeres enfrentaban el parto acompañadas por una mujer más experimentada (Apocalipsis 12,1-6), así el trabajo de cada creyente que lucha contra el mal de la vida, la ve como una compañera segura para mostrar la meta del camino del cual cada frontera es signo: la plenitud de la vida y el amor.
*Artículo original publicado en el número de julio de 2020 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva