Siempre soñé en mi vocación, desde temprana edad, con estar con los más desfavorecidos, con los que nadie quiere estar, donde nadie quiere estar, como aquellos primeros misioneros que iban a tierras desconocidas, lejanas, sin miedo a las enfermedades o la muerte. La pandemia me ofreció esta posibilidad: estar en un lugar alejado, la Amazonía peruana, abandonada por los gobiernos desde hace tiempo: una salud precaria y de difícil acceso para las comunidades alejadas. Una Iglesia con pocos recursos, dependiente de ayudas del exterior, pero que, en su fragilidad y límite, quiere darlo todo.
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En estos meses, en el Vicariato de San José del Amazonas, un grupo de misioneros confinados en la cuarentena hemos conseguido administrar una buena cantidad de recursos humanitarios, medicinas, material de protección y alimentos, gracias a la solidaridad de muchos, venida de diferentes partes de mundo y del propio Perú, para que pudiese llegar a las comunidades de las cuencas de los ríos Putumayo, Napo, Amazonas y Yavarí.
A mis 17 años, cuando entré en la Fraternidad Misionera Verbum Dei en 1985, lo hice porque la alegría que desprendían en un ambiente de simplicidad decía mucho a mi vida: jóvenes misioneros dispuestos a dar la vida por los otros donde fuera. Una felicidad que no estaba en la carrera por poseer bienes, títulos o acumular experiencias, sino en ser hermanos.
El valor de lo cotidiano
La Vida Religiosa necesita decir algo, sin muchas palabras ni explicaciones, como Jesús, “vengan y vean” (Jn. 1,39). ‘Quédate en casa’, eslogan de este tiempo de Covid-19, nos ha permitido redescubrir el valor de lo cotidiano; cuidar de mí y del otro; y desde aquí, abrirnos a las posibilidades que internet nos permitía, de conectarnos, apoyarnos, interconectarnos. Las reuniones on-line, los grupos de WhatsApp, nos permitieron saber y comprometernos con esta realidad global.
Un problema global que pone en evidencia la sabiduría de los pueblos ancestrales, con los que aprendemos que “yo estoy bien, si tú estás bien, si el otro está bien; si los peces, los árboles, están bien”. Todo está conectado. Necesitamos comenzar a trabajar en esta conciencia global que está emergiendo: estamos conectados, interconectados. Trabajar de manera integral. Salir de nuestra forma de trabajar de manera auto-referencial, para nuestras instituciones, y comenzar a actuar en conjunto, de manera inter-institucional e inter-congregacional, sumando carismas, recursos humanos.
En nuestros viajes por los ríos vemos como nuestras canoas fluyen en el agua del Amazonas y cada curva del río nos abre al paisaje en una diversidad atrayente de colores, sonidos y luz, donde es posible coexistir armónicamente en esa pluralidad y biodiversidad. De la misma manera, la Vida Religiosa precisa dejar fluir la vida, en toda su diversidad de formas, estilos y culturas, abriendo espacio para todas las formas de ser y existir, como el agua en el río.
La pandemia ha sido un altavoz de la desigualdad, por eso la Iglesia precisa estar junto a los más pobres y desfavorecidos. La Vida Religiosa tiene sentido si está ahí; en las brechas de la sociedad, para unir, conectar, hacer creíble la humanidad. Hemos experimentado que es posible vivir con menos, poner un límite a la ganancia, parar el sistema, que parecía imposible detener. Nuestra vida desprendida, sencilla, sin excesos, continúa siendo un anuncio de que el exceso es injusticia, porque lo que retengo pertenece a otro.