Después de meses de silencio por los cuales me disculpo, la mirada de mujer de este blog se dirige a los gritos de una mujer que nos recordó el evangelio del domingo pasado (Mt 15,21-28).
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Los gritos de una mujer que, para el mundo judío al que Jesús pertenecía, era una mujer extranjera y, por lo tanto, pagana, como quiera que los judíos se consideraban los únicos destinatarios de las promesas divinas. El resto del mundo, desde su mirada excluyente, era discriminado como pagano. O como gentil, otra palabra para expresar exclusión y discriminación por parte de los judíos.
Excluidas y discriminadas
Además, en el mundo judío las mujeres eran excluidas y discriminadas por su condición de mujeres: carecían de estatus civil y religioso, empezando porque no pertenecían al pueblo judío –la circuncisión era el signo de pertenencia– y para ellas estaba prohibido pisar el templo de Jerusalén, estudiar la Torá y ni siquiera podían aprender a leer; según las leyes de pureza legal, eran consideradas impuras; su lugar era la casa, no se aceptaba su testimonio y un judío no debía dirigirles la palabra en público.
Por eso los gritos de esta atrevida que le salió al paso a Jesús incomodaron al grupo de discípulos que lo acompañaban: “Dile a esa mujer que se vaya, porque viene gritando detrás de nosotros” (v.23).
Más que un grito
Aunque ese grito fuera una confesión de fe en Jesús como el Mesías y un llamado a compadecerse con su petición porque tenía una hija que estaba sufriendo mucho: “¡Señor, Hijo de David, ten compasión de mí! ¡Mi hija tiene un demonio que la hace sufrir mucho!” (v.22).
La primera respuesta de Jesús a la petición de la mujer cananea es la respuesta de un judío. Al fin y al cabo, era judío y pensaba como judío. Dice el evangelio que “Jesús no le contestó nada” (v.23): a una mujer no se le dirigía la palabra en público. Y, dirigiéndose a sus discípulos, completó su silencio con la explicación excluyente del pueblo judío: “Dios me ha enviado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel” (v. 24).
El valor de insistir
Pero la mujer cananea insistió, arrodillándose delante de él: “¡Señor, ayúdame!” (v.25). A lo cual Jesús le respondió, como judío, en forma despectiva y excluyente: “No está bien quitarle el pan a los hijos y dárselo a los perros” (v.26). Es decir, a los excluidos y discriminados. Entonces, la mujer cananea, en acto de lucidez y de audacia, controvirtió el argumento discriminador del judío, mostrándole que la salvación de Dios no era exclusiva del pueblo elegido y que su misión incluía a todos los pueblos.
Como quien dice, la insistencia de esta mujer doblemente excluida por las estructuras social y religiosa del mundo judío representa el cambio de paradigma y de perspectiva que las primeras comunidades de creyentes debieron experimentar para salir del entorno judío a anunciar el evangelio, según el envío del Resucitado, “en Jerusalén, en toda la región de Judea y de Samaria, y hasta en las partes más lejanas de la tierra” (Hech 1,7), que parece hacer eco al argumento de la mujer cananea cuya fe había reconocido Jesús cuando con sus discípulos andaba por la región de Tiro y Sidón: “¡Mujer, qué grande es tu fe! Hágase como quieres!” (Mt 15,28).
Rompió estructuras
Probablemente esta o alguna otra mujer también pudo hacer cambiar de idea a Jesús respecto a las mujeres porque, a pesar de que no estaba bien visto, las admitió en su compañía y aceptó que lo siguieran –es lo que significa hacerse discípulas suyas–, rompiendo el tratado de límites de la sociedad patriarcal en la que él vivió, práctica esta que se prolongó en la vida de las comunidades neotestamentarias en las que las mujeres fueron reconocidas y ejercieron funciones de liderazgo y servicio.