Antes de partir, es necesario aclarar que existen dos tipos de culpas: la relacional y la psicológica. Como todas las emociones, esta también tiene un contexto relacional que hemos aprendido desde nuestra concepción y cuya función es reconocer aquello que genera más vida y fecundidad en nuestros entornos de aquello que destruye y degenera. Al ir aprendiendo los “bailes” que establecemos con los demás, hay algunos pasos que dañan (intencionalmente o no) y que debemos evitar.
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Sentir tristeza, remordimiento o dolor cuando por nuestro actuar se rompen los vínculos amorosos es una culpa sana que nos invita a reparar y reconstruir la relación que se ha roto. Esta emoción está siempre en relación con otro o con lo otro (persona, lugar, objeto o idea) que soy responsable de cuidar y promover y, por lo tanto, es imprescindible para una sana convivencia.
Relación viciosa con el ego
Esta es la culpa relacional. Distinta es la culpa psicológica, que es más bien una relación viciosa con nuestro ego, que solo se mira el ombligo y es incapaz de ver a los demás. Es querer ser y hacer más de lo que podemos porque, en el fondo, no nos aceptamos ni amamos en nuestra dignidad singular. Esta es la culpa que abordaremos en este artículo porque su frecuencia e intensidad provocan conflictos y desórdenes en nuestra psique que nos quitan la paz y la libertad y generan infiernos también en los demás; es el fuego amigo en el que todos perdemos y dejamos de ser un aporte a la comunidad.
¿Qué es la culpa psicológica? Podemos afirmar que la culpa, propiamente tal, no es un sentimiento en cuanto a reacción instintiva e innata del ser humano, sino que es una creencia o mensaje que nos puede contaminar por completo y que nos dice una y otra vez, en nuestro diálogo interno, que somos indignos. Se le llama sentimiento porque sí va acompañada de muchos sentimientos dolorosos y molestos como desvalorización, vergüenza, tristeza, angustia, impotencia, etc.
Una construcción
No es un sentimiento en tanto emoción que debemos canalizar y atravesar, sino que es una construcción que nosotros hicimos en nuestra mente, que nos nubla nuestra inocencia original y nos aleja de la confianza y autoestima. Por lo tanto, en vez de sentirla y decodificar qué nos quiere decir (como los sentimientos en sí), debemos revisar el mensaje y el juicio reiterativo e improductivo que nos hacemos para anularlo.
La culpa no obedece a normas de temporalidad, ya que nos podemos culpar por algo que hicimos o no hicimos en el pasado, por algo que estamos o no estamos haciendo en el presente o por algo que vamos o no a hacer en el futuro. La culpa psicológica es un diálogo interno donde siempre salimos condenados –también por lo que pensamos y somos– y donde siempre hemos cometido una falta y nos merecemos un castigo. Nunca en ese “juicio moral” vemos más allá de nosotros mismos para poner objetividad, defensas y referencias externas y nos ensimismamos en las mazmorras de nuestros látigos internos, alejándonos así de la culpa relacional.
El origen de estas “piedras” que cargamos
Adentrarnos en los orígenes de la culpa psicológica es adentrarse en un doble misterio; por una parte, en la humanidad, la culpa surge cuando nace la mente (hace 60.000 años, según los científicos), que es la que permite que nazca el yo y una percepción de la realidad dualista de bueno y malo. En su pensar infantil, el ser humano, al percibir dolor, esfuerzo o sufrimiento piensa inevitablemente que algo hizo mal y que se merece ese castigo. A esta herida inicial se le ha llamado el pecado original; la primera experiencia de frío en el alma y desamor.
Así, también, en nuestra construcción relacional singular, de algún modo –con o sin intención nuestros padres y familia–, nos sentimos no bienvenidos a la vida y “rechazados” –en menor o mayor medida– en nuestro modo de ser sustancial y original. Esa experiencia fundante nos hace “olvidar” nuestra identidad bondadosa, valiosa y bella y nuestra mente empieza a realizar juicios binarios y a darle poder al ego, que nos habla diciéndonos que somos imperfectos y culpables de algo. Poco a poco, empezamos a asimilar –hasta con nuestro cuerpo– que existir no es un regalo ni derecho, sino algo que debemos ganar.
Un complejo camino
Así, todos los seres humanos, sin excepción, iniciamos nuestro recorrido vital partiendo por la inocencia total, donde la identidad está en absoluta interrelación y fusión abierta con el mundo. Luego todos pasamos a la culpa, en mayor o menor grado, al ir construyendo categorías binarías de bueno y malo que nos comparan con el resto y nos hacen sufrir por no dar “el ancho” a los parámetros que nos fijamos. Nuestro camino de sabiduría consistirá en llegar a la confianza; confiar en nuestro valor, bondad y belleza y poder decir con convicción y humildad “yo soy” (que en hebreo se dice Yahveh; es Dios en nosotros) antes del ego y sus heridas y que permanece siempre en nosotros. Nuestro propósito existencial será reconectarnos con esa fuente amorosa y eterna de amorosidad.
El listado de culpas que cada uno puede hacer es infinito, pero nos puede ayudar el hecho de reconocer cuál de las dos energías humanas fluye con más fuerza en mi modo relacional. Aquellas personas donde prime la energía masculina del hacer y conquistar, normalmente, se sentirán culpables por no hacer más, por no tener más éxitos y logros y por ser poco eficientes en la competencia que han trazado en su ego, que nunca tiene meta final. Aquellos con energía predominantemente femenina se culparán por no ser lo suficientemente buenos en sus vínculos, por no darse como quisieran, por faltarle a los demás y no ser –en todas sus dimensiones– lo que exige su canon particular de perfección.
Combinación de culpas
Cada uno de nosotros combina estas culpas haciendo una verdadera mole de piedra, que cargamos como Lupita hasta que un día no podremos respirar. Para que las futuras generaciones sean más felices y menos culpables, cada uno de nosotros debe ir cambiando los paradigmas y creencias que nos han sometido por siglos a modelos e ideales muy ajenos a la realidad. Parámetros estéticos, laborales, sociales, religiosos, emocionales, de “normalidad”, etc, deben “bajar” de los altares de la perfección definidos por unos pocos y abrirse a la maravillosa diversidad de la creación.
A continuación, ofrecemos algunos caminos para transitar de la culpa a la confianza relacional y a la libertad:
- La lupa para ver al otro: la autorreferencia infantil que todos “aprendimos”, dominada por el ego y sus voces, solo puede ser superada cuando aprendemos a ver que no somos ni dioses ni basura, ni buenos ni malos; somos seres relacionales, llenos de matices y en constante baile con los demás y la realidad. Tenemos dones y características que nos hacen únicos y sombras y defectos que debemos integrar, pero somos parte de un complejo tejido donde intervienen infinitos “bailarines” y que tenemos una proporción de responsabilidad.
- Dejar la omnipotencia: dejar de ser protagonista de todas las “películas” y creernos el centro del mundo, ubicándonos en el justo lugar, nos puede ayudar mucho a dejar algunas piedras atrás. No todo el mundo está pendiente de nosotros ni tampoco gira a nuestro alrededor.
- Practicar la humildad: significa reconocer todos los dones, atributos, características, inteligencias y obras buenas que realizamos como parte de una “herencia” que no hemos ganado, sino que hemos recibido de un donante y que hemos tratado de multiplicar al máximo para ponerlo al servicio de los demás.
- Revisar nuestra “historia” infantil y cuestionar nuestros parámetros y creencias de perfección: para esto habrá que conversar mucho con otros iguales sobre esos relatos y ver cómo se pueden reeditar y reemplazar por narraciones que generen vida y nos permitan vernos con mayor objetividad.
- Perdonar a esos niños/as herido/as que todos llevamos dentro: hicieron lo que mejor pudieron por sobrevivir a la experiencia del desamor. No recriminarlos más, sino felicitarlos y decirles que ya no es necesario castigarse o exigirse lo que no son para ser aceptados y amados, porque siempre lo han sido –sino por sus familiares– por el Padre/madre que los creó. Hubo mucho más amor que dolor, si no, no estaríamos vivos.
- Mantener la mirada en la relación: el ego siempre hará todo lo posible para dividirnos, insegurizarnos y hacernos competir. Si damos por hecho el amor que nos recorre y miramos a Dios amándonos, seremos capaces de perdonarnos y vernos con sus ojos. No ser más exigentes que Dios mismo es un buen comienzo de la sanación.
- Desmitificar creencias religiosas: muchos de nosotros, quizás, recibimos una formación religiosa errada que confundió la humildad con la humillación; la dignidad y buena autoestima con la vanidad; el amar al prójimo en detrimento del “como a ti mismo” y, sobre todo, puso una suerte de soberbia y escondida obsesión por ser perfectos como Dios. Es más, hasta hace poco tiempo atrás, algunos, por demostrar más amor a Dios, se hacían daño físico y se mortificaban. En parte, esto se debió a una mala comprensión de la frase de Jesús: “Sean perfectos como mi padre es perfecto”, dándole espacio a mentes perfeccionistas que buscaron “dominar” todo lo humano y parecerse lo más posible a Dios. Sin embargo, desoyeron la naturaleza, las necesidades, los deseos y la complejidad relacional que cada uno tiene y causaron mucho daño en las personas y la sociedad. Mucho de eso persiste más sutilmente en nuestras mentes cuando nos “torturamos” psicológicamente por ser, tener, hacer o cualquier otro gesto que sentimos no merecemos gratuitamente, o bien por todo lo contrario: no ser, no tener, no hacer o cualquier gesto que nos ponga en desventaja con nuestros parámetros internos de perfección. “Dios no hace porquerías”; somos hijos e hijas hechos a su imagen y semejanza creados por amor, sin méritos de por medio y sin pagar nada por existir. Él/Ella nos amó primero, nos sigue amando y somos “la niña de sus ojos” en nuestra identidad primigenia. Que el sufrimiento forma parte de la vida es evidente. Pero no podemos ir por la vida buscando el sufrimiento. Dios nos ha creado lo primero de todo para vivir. Y Jesús ha venido para darnos la vida en plenitud.
Trinidad Ried es presidenta de la Fundación Vínculo