Ahora que estamos empezando el curso escolar en todos los niveles educativos, también en el universitario, tengo la impresión de estar caminando sobre arenas movedizas. No sabemos cómo va a desarrollarse el curso, ni si las medidas de prevención van a evitar que, en cualquier momento y sin previo aviso, alguien termine contagiado o en cuarentena preventiva y tengamos que readaptarnos a nuevos escenarios. Todo resulta muy incierto y se proyecta desde siempre con un añadido final del tipo “si las circunstancias lo permiten”, “si es posible realizarlo de este modo” o “si nada nos obliga a cambiar de planes”. Seguimos la vida pero, a la vez, con cierta amenaza de que esta puede cambiar de repente.
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Inquietud
Quizá ahora seamos mucho más conscientes de cómo todo puede darse la vuelta de la noche a la mañana y de cómo nos vemos abocados a renunciar a una seguridad que antes considerábamos un poco incondicional e indudable. Esto nos produce cierta inquietud desagradable a la que no estamos acostumbrados, pero también se convierte en una oportunidad renovada a habitar el presente. Digo “habitar” porque demasiadas veces tengo la sensación de pasar por lo cotidiano “de puntillas”, sin volcar la existencia y el corazón ni en cuanto acontece ni en las personas con quienes nos encontramos. Hacer el aprendizaje de habitar el día a día con toda la cabeza y el corazón, igual consigue que el mañana y su inseguridad permanezcan en un segundo plano.
Esta situación, por más que nos incomode, quizá nos regale entender por dentro esa invitación de Jesús a dejar de preocuparnos por el día de mañana y parecernos más a las aves del cielo y a los lirios del campo (Mt 6,25-34) o, mejor aún, acoger la invitación del libro del Eclesiastés a gozar de lo cotidiano como ese don de Dios que no siempre sabemos reconocer (Ecl 5,17).