Una nueva evidencia de nuestro fracaso aunque ya dentro de las permanentes y viejas rutinas de las tragedias humanitarias. Y una nueva respuesta europea –y ahí estamos nosotros– llena de indiferencia, también rutinaria y cotidiana. Moria: una noticia, una foto, un recordatoria del sufrimiento permanente. Lo trágicamente habitual de las tragedias migratorias del Mediterráneo y la cotidiana indiferencia de un mundo que ha perdido (según la franciscana y papal advertencia permanente) la capacidad de llorar.
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Esta vez en forma de fuego. Fuego que devora. “Angustia de cielo, mundo y hora”, que diría Federico Garcia Lorca. Antes de que se produjera el incendio en el mundo del campo de refugiados de Moria, sus cerca de 13.000 habitantes (entre ellos muchos niños) estaban ya angustiados, exhaustos, “quemados”, por la impotencia, el aislamiento, la soledad… y la hora permanente del aburrimiento y el sinsentido.
Antes de la llegada del Covid, mucho antes, ya había diarrea, difteria y algunas enfermedades raras en Moria. Inhumanidad que expulsaba a las gentes pero de la que no podían huir. Solo el fuego les ha permitido “escapar”. ¿Hacia dónde? El fuego les ha hecho huir, pero no saben hacia donde.
Hacia donde buscar algo más de un litro de agua al día para beber, lavarse y cocinar lo que recibían. Hacia dónde acudir huyendo –siempre huyendo– del mismo campo de internamiento que era un cercado insalubre con una letrinas que eran tan solo las propias de un campamento militar para 800 personas. Como huir de la suciedad e incluso como buscar la más mínima intimidad en ese hacinamiento más propio de un campo de concentración que de un asentamiento digno de refugiados. Hacia donde escapar incluso de la tentación del suicidio como sucedía entre los niños.
De momento, lo único anunciado por la UE es la ayuda para sacar de la isla a unos centenares de Menores No Acompañados. Una gota para apagar el fuego inmenso. Aunque la foto del incendio es de un fuerte color rojo, el paisaje desolador que deja y les rodea es un paisaje gris. Cenizas que el día destapa. El Fuego se ha posado, la desnudez ha aparecido, y el llanto de nuevo nos ha llegado.
Moria, por resumirlo, es el Instagram de una falta de solidaridad disimulada, un compromiso por el débil despreciado, incluso, salvando las distancias geográficas al menos, Moria lo que significa es que aquí muchos no quieren migrantes porque incluso –por su forma de vida y relacionarse– son causantes de la extensión del Covid-19, como recientemente alguna autoridad ha dicho. Y es que a los emigrantes no solo les expulsa el fuego. No se les rechaza por extranjeros, sino por pobres. La aporofobia, como señala Adela Cortina, es lo que alimenta el rechazo a inmigrantes y refugiados. Y de la aporofobia es difícil escaparse. Tan difícil como del fuego.
El Fuego esta vez fue selecto; incluso compasivo. Arrasó con todo, menos con las personas. Me parece que no hubo víctimas. Pero ya ni siquiera los plásticos, las ramas de los árboles, la precaria estructura de acogida y compañía les protegerían. Todo quedó arrasado. Nuevamente los migrantes tenían solo la tierra desnuda y el cielo como refugio.
Como Jesucristo, obligados a huir
Sonámbulos errantes como llamitas de vida a punto de apagarse, residuos humanos heridos de otras guerras. Emigrantes procedentes de diferentes países, que intentan cruzar el mar y la tierra huyendo del hambre que desayuna miedo. Y este inunda los continentes. Y muchos, personal y colectivamente (¡criminales!), lo convierten en amenaza desde algunos medios y partidos políticos porque el miedo aturde las calles y hace palidecer y deshilachar las arrogantes propuestas incluso de los políticos más progresistas. Como Jesucristo, obligados a huir.
Al contemplar Moria o migrantes exhaustos en caminos desiertos (África, Arizona, Latinoamérica, Myanmar, India…) también a mí me quema el fuego. Momentos donde la piel (¡esta vez la mía!) tiembla. Me los imagino caminando por las rutas más mortíferas en el mapa global de los flujos migratorios. Abrasados en el día por el fuego del sol y descansando en la noche (si no están en el mar) alrededor del fuego acogedor (¡esta vez sí!).
El fuego como testigo. Como verdad, que, aunque duela, escupe sus fogonazos y chisporroteos a las conciencias dormidas.