Siempre he procurado seguir la actualidad eclesial, la eclesiástica por interés personal y por interés “profesional” y, últimamente, hay una palabra que no deja de aparecer, día sí y día también, en la mayoría de los artículos que leo y de las charlas a las que asisto vía internet. Esa palabra es sinodalidad. No es para menos. La sinodalidad, si de verdad nos comprometemos todos a hacerla realidad, propiciará el gran cambio que la Iglesia necesita ya.
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Para que este cambio se lleve a cabo es ineludible que todos cambiemos. No la vale la teoría; hay que arriesgarse con la práctica y sin miedo, porque, como decía Karl Barth: “La Iglesia puede equivocarse en sus exigencias y normas, igual que cualquier otra organización, pero se trata de un riesgo que hay que asumir si se quiere que la Iglesia no resulte pedante y no viva en un mundo de pura teoría, alejada de la vida, haciendo declaraciones desconectadas de la obstinada realidad”. Alguien puede pensar que citar a Barth es algo bastante obsoleto, sin embargo, él y otros teólogos advirtieron de cuestiones que, por no haberlas tenido en cuenta en su momento, nos han traído a la situación actual.
Los laicos vamos a ser una pieza fundamental en el camino sinodal. No es porque seamos la mayoría ya que, al no ser la Iglesia una democracia, las mayorías no son importantes. Sin embargo, si nos atenemos al significado de la sinodalidad que quiere decir caminar juntos, al mismo paso y velocidad, olvidándonos de la imagen piramidal y pasando a una imagen más horizontal, nuestra presencia sí que va a resultar esencial. Todo esto, por supuesto, vivido desde la esperanza y sin el menor atisbo de optimismo, porque “la hora de los laicos” sigue pendiente desde hace décadas.
El cambio necesario tiene que empezar por un cambio de mentalidad que nos lleve al cambio estructural. Este cambio estructural requerirá no solo reformar las estructuras, sino el abandono de las que supongan un obstáculo, porque avanzar siempre conlleva derruir la parte que impide avanzar para poder edificar.
Grandes cambios
En este momento, en España, se está dando un periodo de grandes cambios en nuestra Iglesia que tendrían que estar ya más avanzados si la Covid-19 no hubiera aparecido. Pese a todo, parece que algo se está empezando a mover. Me refiero a los cambios de obispos que entre este fatídico 2020 y el 2021, que esperemos sea mejor, van a tener lugar.
De momento, dos “jóvenes” han llegado a dos archidiócesis. Esto ya supone una variante frente a lo habitual hasta la fecha, en la que parecía que una archidiócesis era un premio para terminar la carrera eclesiástica. Sin embargo, no parece que en estos cambios el aire sinodal haya soplado en todo su esplendor. Por cierto, esto no quita para que a ambos arzobispos electos, les desee lo mejor para ellos y sus diócesis. Y lo digo de todo corazón.
Quiero decir que, dada la gran cantidad de cambios episcopales pendientes, podría ser un buen momento para que la participación de toda la comunidad eclesial de una diócesis se diera cita en la elección de los obispos. No se trata de poner urnas en las puertas de las parroquias, pero sí de promover formas de participación que empiecen a educar al laicado para que sea de verdad adulto en la fe y en la corresponsabilidad eclesial más allá de catequesis y grupos parroquiales y comprenda que son importantes a la hora de comentar decidir qué tipo de obispo necesitan sus diócesis.
Los obispos vienen y van; algunos se quedan más tiempo y otros menos en las diócesis; se les recibe con esperanza y se les despide, si es que van a otra diócesis dándoles las gracias y deseándoles lo mejor, como si de funcionarios se tratara; y si la despedida es porque pasan a eméritos, se les agradecen los servicios prestados. En ambos casos, la despedida puede conllevar una placa y algún regalo simbólico. Sin embargo, un obispo es mucho más que un funcionario, y esto lo debemos tener muy presente.
Durante su tiempo de permanencia en la diócesis, el obispo, ha estado al frente de la Iglesia de ese lugar geográfico que se encierra en los límites de la diócesis; ha compartido la suerte de quienes en ella vivimos; ha estado con nosotros y para nosotros; habrá tenido días buenos y días para borrar de la agenda; habrá salido con dolor de cabeza porque, al tener dos oídos, habrá escuchado por los dos, y eso siempre agota porque conlleva contrastar lo que se escucha –que es más que oír– y dentro de las más estricta confidencialidad; habrá afrontado contratiempos insospechados y se habrá sorprendido gratamente en otros momentos; vivirá, como cualquier ser humano, la vida a todo color, asumiendo que en el colorido también está el negro.
Un obispo no es un padre, ni un maestro, ni un jefe, ni un coordinador. Un obispo es un obispo, así de sencillo; es un pastor que, como dijo Francisco al poco iniciar su pontificado, no tiene que ir siempre delante, también debe y puede ir detrás del rebaño atento, escuchando, viendo por donde caminan las ovejas –en este caso los laicos–. Porque no podemos olvidar que los pastores no enseñan a las ovejas a serlo, sin embargo, las ovejas sí enseñan a los pastores a ser pastores.
Novedades esperadas
Cuando un obispo llega a una diócesis la expectación que despierta, sobre todo en el laicado comprometido, es mucha. Si su estancia es lo suficientemente larga como para permitirle poner el engranaje diocesano en marcha, los laicos estaremos de enhorabuena. Porque ahora, con el camino sinodal, Francisco ha dado autonomía suficiente a cada Iglesia local –a cada diócesis– para que nadie tenga que estar pendiente de mirar a Roma a ver qué hace, qué piensa, o qué decide el papa. Que no cunda el pánico, el Espíritu nos guiará. Nos resulta muy novedoso porque no conocemos, por desgracia, los documentos del Vaticano II. Hay novedades que nos están esperando desde hace años.
Sin embargo, estamos ante un momento maravilloso y esperanzador en la Iglesia porque, todos juntos, podremos poner en marcha iniciativas reflexionadas por todos. Podrá costar un poco preparar a un laicado acostumbrado a obedecer más que a pensar, a ser consciente de necesitar una formación diferente a la que se le ha dado hasta ahora; a participar plenamente; a exponer ideas y saber defenderlas; a pedir que su voz se escuche no solo en espacios u órganos consultivos, sino que se creen –porque ahora podemos hacerlo con el camino sinodal– órganos decisorios donde la voz laical tiene que ser escuchada, atendida y tenida en cuenta con voto si es necesario. Solo así seremos una Iglesia que comience a cambiar sus estructuras.
Tengamos presente que el cambio no requiere solo de buenas intenciones, sino que no podemos olvidar que los laicos clericalizados tienen que ser tan reciclados como el propio clero que vive instalado en el clericalismo. De lo contrario no habrá cambio ni sinodalidad y, en unos pocos años, estaremos mucho peor de no ser valientes ahora.
De verdad que no es una ilusión, ni un espejismo, ni un sueño. Estamos en un momento en el que la corresponsabilidad de todos -obispos, laicos y clero- tiene que adquirir una visibilidad que realmente invite a ver una Iglesia atractiva que, estando en salida, sea capaz de mostrar el valor de una polifonía que no tenga inconveniente en sumar más voces.
Bienvenidos sean los obispos que vienen. Gracias por su entrega a los obispos que se van. Y los que llegan para quedarse una larga temporada, que tengan la seguridad de que aquí estamos los laicos convencidos que, desde nuestro compromiso bautismal, estamos dispuestos a trabajar entre iguales en una Iglesia que necesita cambiar.