Uno de los recuerdos que tengo de mi infancia es una vela roja permanentemente encendida durante todo el mes de noviembre. Una tradición de nuestros mayores, de mi abuela, al menos por este entorno castellano. No sé si también se hace o se hacía por otros lugares.
Solía ponerla en la cocina, en un lugar discreto y seguro. A veces en la repisa de la ventana interior, otras veces en el suelo. Recuerdo que, aunque crecí viendo aquella vela, nunca dejó de producirme cierto temor, pero sobre todo una especie de reverencia y la intuición de un profundo sentido de comunión misteriosa. Por cierto, misteriosa de Misterio, no de algo enigmático, oculto o escalofriante.
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Ya imaginaréis que 30 días con sus noches pide unas cuantas velas que se iban prendiendo, consumiendo, agotando y dando paso a otras nuevas y repletas de cera… o sea, de vida. El símbolo es tan expresivo que no necesita aclaración, como todos los buenos símbolos. Mi madre ya no siguió esa tradición. Mucho menos mis hermanos. Aún así, todos lo recordamos.
Era un modo sencillo de recordar a nuestros difuntos. Y digo bien, difuntos y no muertos, pues como escribía Cristina Inogés, “la palabra ‘muerto’ nos señala a la persona cuyos signos vitales han desaparecido, es decir, su vida ha terminado; la palabra ‘difunto’, se refiere a una persona que ha cumplido una función, pero cuya vida no ha terminado porque vive de otra manera”.
Vivimos en caravana
Sería raro pensar que una vela se niegue a alumbrar solo porque la anterior ha terminado su tiempo. Vivimos “en caravana”, “en cadena”, “en relevos”. O con otra imagen: somos parte de una gran sinfonía y sería extraño pensar que los que ya tocaron su melodía no significan nada. Es más, la “música” final es resultado de la entrada adecuada y afinada de cada instrumento, con la fuerza y el tempo precisos, pero también saliendo cuando corresponde. La percusión no sería más que ruido sin los violines de fondo; el clarinete perdería su fuera si el contrabajo no lo complementara… y así todo.
Creo que los creyentes hemos ido perdiendo una sana cordialidad con la muerte en todas sus formas (debilidad, ausencia, enfermedad, separaciones, dolor…) y quizá eso también nos va debilitando la convicción profunda de lo serio que es vivir. Si la muerte queda desplazada de nuestro horizonte o solo aparece para temerla o llorarla, seguramente también hemos desplazado de nuestro credo la esperanza en la resurrección, la comunión de los santos y la confianza amorosa en la venida final de un Amigo que nos salva. Si creyéramos todo esto, ¿no viviríamos con más serenidad la vida relativizando lo presente y, a la vez, experimentando la importancia decisiva de cada decisión o gesto?, ¿no tendríamos una relación más saludable con las personas que queremos y nos han querido y que ya viven de otro modo, misterioso e inexplicable para nosotros, pero real como la vida misma del Resucitado?
Es cuestión de fe pero quizá también de perspectiva. Se trata de abrir el plano. Vivimos en el vientre materno antes de nacer y no hay parto sin dolor de la madre. Viviremos después de morir y también ese “paso” generará dolor a quienes nos quieren.
Hermana Muerte, amplía el sentido de mi vida. Amplía mi mirada y ensancha mi corazón recordando y orando con los que quiero y me quisieron y ya no están aquí. No vaya a ser que, sin darme cuenta, visite el cementerio, lleve flores o encienda velas en casa, pero sea como las mujeres de la primera mañana, llevando aceites para embalsamar a un muerto, no a un Resucitado. Y escuchemos bajito y con cariño: “no está aquí, recuerda que está vivo; ha resucitado”.