La violencia no deja a Dios ser Dios. Por eso, algunos fenómenos que llamamos religiones deberían ser denominados desligiones. La desligión es un fenómeno teísta parecido a la religión, pero, en vez de religar a la gente, la desliga, pervierte sus vínculos, la domina, excluye, estigmatiza o asesina. Quienes han atentado en Viena causando cuatro muertos y 17 heridos no tienen religión, sino que siguen una desligión.
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La desligión maltrata a la gente, abusa, mata, tortura, rompe sus amores, excluye, estigmatiza, obliga a presionar a otros, apoya dictaduras, lanza a cruzadas, exhorta a prevalecer. Dicen incluso que por el propio bien de la gente. Las concepciones de dioses violentos eran y son meros reflejos de nuestra ansia de ser dioses del poder.
Todos nosotros tenemos una herida original que nos tienta a ser desligiosos. Tratamos de coser con grapas lo que solo la caricia puede suturar. Nos causa angustia vivir con la herida abierta de que necesitamos y queremos amar. Tenemos miedo de amar y cedemos a la tentación de empuñar el poder.
A las personas desligiosas no les gusta la laicidad, porque necesitan controlar la vida pública. Dios se retira para ser visto solo con el corazón, mientras que los desligiosos necesitan deslumbrar con su fuego. Dicen creer en Dios, pero en realidad quieren convertir a sus egos –individuales o colectivos– en dioses bulímicos que, por mucho que devoren poder, nunca se sacian.
Quieren lograr con dominación lo que solo puede dar el amor. Dios solo puede hacer lo que el amor es capaz. Puede crear el cosmos, multiplicar los panes, resucitar a Lázaro o hacernos ver a los ciegos, pero la violencia le haría dejar de ser Dios. Dios es omnipotente, pero no puede ser lo que no es. Dios lo puede todo, pero solo con la fuerza del amor. Es el que es.