En mi trabajo pastoral como cura me he encontrado muchas veces con ancianos que se quejan de la deficiente atención por parte de muchos médicos que los atienden. La queja repetitiva es que no les explican las cosas, que sencillamente les dan recetas y los despiden sin dar explicaciones claras sobre la enfermedad que tienen. No tengo dudas de los muchos y buenos médicos qué hay en nuestro país; de la misma manera que admiro a los valientes médicos y demás personal de la salud que se juegan la vida durante esta pandemia y que lo hacen por el bienestar de los demás. Pero eso no quiere decir que las quejas de nuestros viejos carezcan de fundamento.
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El dolor de muchos seres humanos, sus angustias, se pasean delante de nosotros sin que parezca que el llamado sea atendido suficientemente.
Durante mis estudios de seminarista en México; ese querido México, recuerdo mucho dolor de pobres y recuerdo también las dos escenas, la de quienes no mostraban compasión por el sufrimiento ajeno y la de verdaderos héroes de la misericordia y la defensa de los abandonados, como lo fueron los obispos de los pobres, Sergio Méndez Arceo y Arturo Lona, entre otros.
Puerto Rico, que vivió tan ufano mirando con desdén a los países hermanos de Latinoamérica durante el período de acelerado crecimiento económico autonómico, ha tenido la experiencia de despertar, y ver la realidad de cuán pobre es nuestra sociedad puertorriqueña. Los eventos de la quiebra por la deuda, el azote de las tormentas y la pandemia, han permitido que se vea lo que siempre fue una verdad escondida a la vista de todos, de un pueblo en el que hay muchos abandonados y mal atendidos. Podría referirme a la necesidad urgente de que las estructuras sociales, económicas y políticas enmienden su nefasto sistema de cosas para que atiendan a los que menos tienen. Pero no es de eso que quiero hablar hoy.
Mi interés es referirme a una anécdota que nuestro querido papa Francisco relató en la encíclica ‘Fratelli Tutti’, sobre lo mucho que pueden cambiar el mundo una maestra y un estudiante armados con una libreta y un lápiz.
Un médico que se rebele contra el imperativo institucional de considerarlo un comerciante y decida que el propósito de su vida es curar y aliviar el dolor de sus pacientes, puede iniciar un cambio en el mundo. Un empresario que no vea su función como acumular riquezas, sino conseguir medios de vida digna para los trabajadores, está sembrando un cambio bueno en el mundo. Padres que le enseñen a sus hijos que estudiar para tener un empleo futuro que le deje mucho dinero no debe ser la meta, sino que aprendan a poner sus miras en estudiar para poder servir mejor a sus semejantes. Esa educación en el hogar puede sembrar la semilla que necesitamos para salvar la humanidad.
A falta de un milagro
En nuestra América Latina, que incluye al empobrecido Puerto Rico, necesitamos más que desarrollo, lo que nos hace falta es un milagro. Hay quienes, por sus angustias y necesidades, miran hacia países ricos para unirse a ellos –individual o colectivamente– con la esperanza de encontrar un porvenir. Yo prefiero la mirada a nuestras propias patrias. La fe me dice que la gran verdad escondida a la vista de todos es que estamos convocados a realizar el milagro, todos nosotros, en la medida en que pueda cada cual. Porque ya está dicho: “Ustedes harán cosas más grandes que las que yo he hecho”, dice el Señor. De manera, que podemos.
Adelante, Puerto Rico, en comunión de lucha junto al resto de nuestra Latinoamérica y el mundo.