Sefarad, la España perdida y recobrada


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La expulsión de los judíos –y, más tarde, de los moriscos- empobreció material y espiritualmente a España. Con el pretexto de conseguir la unificación religiosa, se desfiguró el alma de una nación que había forjado su identidad mediante la coexistencia entre tres culturas. Tres culturas que habían protagonizado enfrentamientos, pero que también se habían fecundado mutuamente.



Sin la presencia judía en España, nos habríamos perdido –entre otras cosas– a Maimónides, médico, filósofo, astrónomo y rabino. Su ‘Guía de perplejos’ nos recordó la importancia de utilizar la razón para interpretar las Escrituras. La letra mata; el espíritu vivifica. Sin un trabajo de exégesis de los textos bíblicos, desembocamos en paradojas, incongruencias y aberraciones.

Una fructífera influencia

Maimónides no es el único ejemplo de la aportación judía a la cultura española. Los historiadores han demostrado que san Juan de Ávila, fray Luis de León y santa Teresa de Jesús descienden de judíos conversos. Hay indicios de que Miguel de Cervantes, Fernando de Rojas, Francisco Delicado y fray Bartolomé de las Casas tenían el mismo origen. También se sospecha que “la Catalina”, la madre de san Juan de la Cruz, descendía de moriscos, lo cual revela que la unificación religiosa abortó una rica diversidad, pero no logró borrar su fructífera influencia.

Por desgracia, el antisemitismo está presente en Quevedo, Lope de Vega, Baroja, Valle-Inclán y en otros muchos escritores españoles. Afortunadamente, Antonio Muñoz Molina publicó en 2001 ‘Sefarad’, una “novela de novelas” que narra –entre otros exilios– el sufrimiento de los judíos expulsados de España. Cuando Nuria Azancot le entrevistó para El Cultural, preguntándole por qué había escogido ‘Sefarad’ como título, respondió: “Sefarad era el nombre que los judíos le daban a España. Sefarad simboliza además ese lugar ideal con el que todos soñamos. Es la infancia, el hogar que añoran los perseguidos. Sefarad es una metáfora de la nostalgia”.

La huella del exilio

Esther Bendahan, escritora, filóloga, columnista y agitadora cultural, acaba de publicar ‘Si te olvidara, Sefarad’ (La Huerta Grande), un ensayo de carácter autobiográfico donde narra la huella del exilio en la comunidad judía de Tánger y el dolor de un nuevo exilio provocado por el creciente antisemitismo de los países árabes desde la creación del Estado de Israel. El libro comienza con una cita escalofriante de Mieczysław Weinberg, compositor soviético de origen judeopolaco: “Cuando pensamos en Europa, los judíos no pensamos en la Abadía de Westminster ni en la catedral de Estrasburgo ni en los tesoros artísticos de Florencia ni en las pinturas del Greco: pensamos en Auschwitz”.

Auschwitz no es un simple acontecimiento histórico, sino un punto de inflexión en la historia de Europa. El continente que alumbró el Renacimiento y la Enciclopedia también es el que organizó el exterminio industrial de millones de seres humanos. No hubiera sido posible sin la complicidad y la indiferencia de una gran parte de la sociedad. “El crimen conocido como la Shoah –afirmó Juan Pablo II– sigue siendo una mancha imborrable en la historia del siglo que está a punto de concluir. Ojalá […] la inefable iniquidad de la Shoah no vuelva a ser nunca posible”.

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Pertenencias múltiples

Esther Bendahan describe el exilio y el desarraigo como una experiencia compleja donde conviven el desamparo, la conciencia del pasado y la capacidad de asimilación, pero siempre con la determinación de no perder la propia identidad: “Vulnerables, exiliados, privilegiados por heredar esa fluidez que nos permitía seguir y sobrevivir”. La nostalgia del pasado actuaba como un ancla que mitigaba el sentimiento de no pertenecer a ningún lugar.

Bendahan se pregunta si la capacidad de establecer pertenencias múltiples y diversas no constituye un privilegio. El exiliado siempre busca en la mirada del otro el encuentro, la sensación de que la alteridad no implica necesariamente confrontación. Ser judío es indisociable de la condición de testigo. “Heredamos la conciencia de la importancia del testigo –escribe Bendahan–. La memoria es memoria en tanto que somos testigos; así, el ‘yo salí de Egipto’ se convierte en una manera transformadora e impulsora del ser”.

La escritura es oración

La escritora ha construido y pulido su identidad mediante la escritura. Escribir no es tan solo encadenar palabras. La escritura es oración, trascendencia, pertenencia. Para el pueblo del Libro, la idea de nación está asociada a la Palabra, al Texto. La escritura reúne y convoca, cerrando la herida que produce nacer con una agudísima conciencia de ser distinto. En el caso de los judíos, la diferencia no es un accidente, sino un destino impuesto.

Durante mucho tiempo, Europa buscó la uniformidad, despreciando al otro. Esa actitud alimentó una hoguera de odio cuyas llamas alcanzaron una altura pavorosa con Auschwitz. La búsqueda de la uniformidad es profundamente inhumana, pues lo humano siempre es diverso. Cuando se intenta destruir la diferencia, se acaba destruyendo al hombre. En su lugar, aparece una masa indiferenciada, tal como denunció Elias Canetti, que ya no reconoce la obligación de la fraternidad universal. El ser humano se desliga de Dios y se pierde a sí mismo, erosionando su propia humanidad. Durante su visita al Memorial de Yad Vashem, el Papa Francisco comentó con voz solemne: “¿Dónde estás, hombre? ¿Dónde te has metido? En este lugar, memorial de la Shoah, resuena esta pregunta de Dios: ‘Adán, ¿dónde estás?’ Esta pregunta contiene todo el dolor del Padre que ha perdido a su hijo”.

Automutilación

Sefarad es una de las matrices del judaísmo. De ahí brotó el pensamiento racional de Maimónides y la mística del Zohar. “Nada de Sefarad es ajeno al judaísmo ni nada del judaísmo es ajeno a Sefarad”, escribe Esther Bendahan. España está incompleta sin Sefarad. La expulsión de los judíos fue una automutilación. Por desgracia, la cultura sefardí sigue siendo una gran desconocida en nuestro país. La misma autora creció con la certeza de pertenecer a una tradición segregada y silenciada. Recodar no era una opción, sino la única manera de averiguar quién era realmente.

Poco a poco, Bendahan fue recobrando esas raíces que se habían difuminado con el tiempo. En ‘La estrella de la redención’, de Franz Rosenzweig, descubrió el vínculo indestructible entre el hombre, el mundo y Dios. Por medio de su tía Alo, apreció a recitar el ‘Shema Israel’, adquiriendo la costumbre de repetirlo cada noche. Durante su infancia en Tetuán, Esther no se sentía segregada. “En esas calles mediterráneas, yo era todos y todos eran yo”. Vivía “un eterno verano” entre el mar, el sol y el sábado. Sin embargo, las expresiones de desprecio hacia su condición de judía le hicieron comprender que formaba parte de una anomalía histórica: pertenecer a un pueblo sin patria.

El rostro del otro

Descubrir que no tenía hogar, que las naciones condenaban a los judíos a una vida errante, determinó que la conciencia religiosa se abriera paso y se afianzara. El Yom Kipur cobró sentido y la lectura compartida del Libro se convirtió en un rito. Ser diferente ya no era sinónimo de exclusión. Ser diferente no significaba indiferencia hacia el otro, sino aceptar ser su rehén, como señala Lévinas. El rostro del otro nos transmite de forma inmediata el imperativo de acoger y respetar la vida ajena, particularmente en sus formas más extremas de fragilidad. Para Esther Bendahan, la asunción de la identidad judía constituyó el punto de partida de su obra literaria.

El odio a los judíos es particularmente absurdo entre los cristianos, pues, como decían las víctimas de los pogromos, incluida la Shoah, “Jesús era judío como yo”. Actualmente, el antisemitismo se disfraza de antisionismo. Es perfectamente normal criticar aspectos de la política del Gobierno israelí, pero el antisionismo llega más lejos, cuestionando el derecho a existir de Israel, la única patria que han conocido los judíos. Se suele olvidar que el nacimiento de Israel como nación provocó el éxodo de 850.000 judíos que residían en países musulmanes y a los que de golpe se consideró enemigos. Los palestinos también sufrieron, pero la única forma de cerrar esa herida no es destruir Israel, como piden Irán o Hamás, sino crear dos Estados asociados o federados.

Siempre perseguidos

El sino de los judíos ha sido siempre huir: del Santo Oficio, de los cosacos, del Reich alemán. Esther Bendahan señala que muchos supervivientes de la Shoah no fueron capaces de llorar hasta años después. El Lager se concibió para deshumanizar y llorar es una reacción muy humana. En Auschwitz no se lloraba, pues los deportados habían sido degradaos y humillados hasta transformarse en sombras a las que no se reconocía ningún derecho. No en vano, escribió Primo Levi: “Si esto es un hombre…”. El objetivo de la Shoah era exterminar al pueblo del Libro, pero no sin antes dejar claro que los judíos no pertenecían a la especie humana.

Cuando, en 2015, Felipe VI exclamó “¡Cuánto os hemos echado de menos!”, homenajeando a los sefardíes expulsados en 1492 y celebrando el acuerdo del Gobierno para conceder la nacionalidad española a sus descendientes, se cerró una herida que había desfigurado y mutilado el rostro de España. ‘Si te olvidara, Sefarad’ es un hermoso libro que pone de manifiesto la necesidad del diálogo entre las religiones, sin el cual no habrá paz en el mundo. El cristianismo no se entiende sin el judaísmo, pero lo cierto es que –como dijo el papa Francisco– el antisemitismo cristiano abarca diecinueve siglos y el diálogo solo pocas décadas.

Juan XXIII fue el precursor

Juan XXIII fue el precursor de este cambio de actitud que se consolidó con Juan Pablo II, cuando, en abril de 1986, vistió la Gran Sinagoga de Roma. Fue el primer pontífice que dio el paso –necesario, ineludible– de visitar una sinagoga. No fue su único gesto. Pidió perdón al pueblo judío ante el Muro de las Lamentaciones por el dolor que se le había infligido desde la muerte de Cristo en la Cruz. Su pesar evocaba la reflexión de Juan XXIII, según el cual el genocidio de los judíos europeos equivale a seis millones de crucifixiones. El papa Francisco ha señalado que el judaísmo y el cristianismo convergen en el amor a Dios y al prójimo. Por lo tanto, “judíos y cristianos deben sentirse hermanos y hermanas, unidos por el mismo Dios y por un rico patrimonio espiritual común en el que apoyarse y seguir construyendo el futuro”.

Lejos de la autocomplacencia, el Santo Padre admite la necesidad de “pedir perdón y reparar los daños causados por la incomprensión. Los valores, las tradiciones, las grandes ideas que identifican el judaísmo y el cristianismo deben ser puestos al servicio de la humanidad sin olvidar jamás la sacralidad y la autenticidad de la amistad. La Biblia nos hace comprender la inviolabilidad de estos valores, premisa necesaria para un diálogo constructivo”.

Conocer su esencia

El pontífice anima a promover “el conocimiento de la tradición judía entre los cristianos”. Solo estudiando la Torá podrán los cristianos “comprenderse auténticamente a sí mismos”. Francisco recomienda repetir la invocación que todo fiel judío reza cotidianamente al término de la oración de la Amidá: “Que nos sean abiertas las puertas de la Torá, de la sabiduría, de la inteligencia y del conocimiento, las puertas de la nutrición y del sustento, las puertas de la vida, de la gracia, del amor, de la misericordia y del aprecio ante Ti”.

‘Si te olvidara, Sefarad’, de Esther Bendahan, constituye una inestimable ayuda en el diálogo entre judíos y cristianos. Nos acerca a esas puertas de la vida, la gracia, el amor y la misericordia que los apóstoles del odio han intentado cerrar tantas veces. Afortunadamente, esas puertas siguen abiertas, pues la palabra y la vida siempre derrotan al fanatismo y la intolerancia.