¿Cuánto hace que no te indignas?, ¿o eres de los que llevas demasiado tiempo indignado/a? Dice la RAE que indignación es “enojo, ira o enfado vehemente contra una persona o contra sus actos”. No significa atacar ni ser violento. No dice que al sentirlo te lances “irremediable y automáticamente” a la yugular de quien te provoca tal sensación.
- Únete el jueves 10 de diciembre a la presentación online del documento ‘El don de la fidelidad’
- DOCUMENTO: Texto íntegro de la encíclica ‘Fratelli Tutti’ del papa Francisco (PDF)
- LEE Y DESCARGA: ‘Un plan para resucitar’, la meditación del papa Francisco para Vida Nueva (PDF)
- Toda la actualidad de la Iglesia sobre el coronavirus, al detalle
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Creo que es una de las grandes capacidades del ser humano. Gracias a que hay situaciones que nos indignan podemos también salir de nuestro “sillón vital”, reclamar nuestros derechos, luchar contra las injusticias o, simplemente, vivir conmoviéndonos con lo que nos rodea y no apáticos y asépticos.
De la indignación al enfrentamiento
Sin embargo, a veces parece que percibir indignación en otro nos pone en guardia, nos incomoda. Quizá porque demasiadas veces pasamos de la indignación al enfrentamiento. Y, sin embargo, esta semana he caído en cuenta que el paso siguiente a indignarse debería ser la dignidad. ¿Acaso no está en la etimología que indignarse es, básicamente, sentirse indigno?, ¿no sería una solución mejor vivirnos y tratarnos con dignidad en lugar de defendernos de los que se indignan?
Me refiero a la dignidad humana, esa “dignidad intrínseca (…) de todos los miembros de la familia humana”, tal como aparece en el Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Porque “todos los seres humanos nacen libres en dignidad y derechos” (art. 1º). Esa dignidad que no depende de títulos ni de puestos sociales o de apellidos, como en la Antigüedad. No es dignidad “de posición”. Si me apuras, ni siquiera es el valor sagrado de la persona en las religiones, fruto de la presencia de la divinidad en ella.
Me refiero a la dignidad por ser persona. Sin más. A ese respeto que cada uno merece –solo por el hecho de existir–, sin que previamente tenga que hacer nada para ganar ese reconocimiento. Es ese reconocimiento gratuito que te hace sentir con derecho a vivir, a ser tal como eres, a equivocarte incluso. O como planteaba Kant en la ‘Fundamentación de la metafísica de las costumbres’, los seres humanos no deben ser tratados nunca como medios, sino como fines en sí mismos. ¿No es acaso esa manipulación la raíz de todo aquello que nos indigna? ¿No es acaso ese respeto mínimo y sincero el que nos devuelve la convicción interna de que hay una bondad suficiente en cada uno y un derecho primordial a ser tratado como tal?
En definitiva: la reacción más inmediata cuando pretenden manipularnos y nos tratan como si no hubiera sitio para nosotros, es indignarnos. Comprensible. Pero, ¿no nos iría mejor si centráramos nuestras fuerzas en vivir con dignidad? Igual así, además, aprenderíamos a tratarnos dignamente unos a otros.