Mi hermana Rosa nació con síndrome de Turner y neurofibromatosis. Mis padres nunca se plantearon abortar, pero hoy en día la mayoría de las parejas interrumpirían el embarazo, alegando que se trataría de una vida abocada al sufrimiento. Disfrazarían su rechazo de compasión, empleando los mismos argumentos que utilizaron los nazis para justificar su horrible programa de eugenesia, llamado Aktion T4, una iniciativa criminal que costó al menos 300.000 vidas y en la que se empleó por primera vez el gas letal.
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La mayoría de las víctimas procedían de hospitales psiquiátricos y hospicios religiosos. Mi hermana Rosa vivió sesenta y un años. Medía un metro y cuarenta y pesaba treinta y cuatro kilos. Además de las patologías citadas, la pelvis estaba afectada por el mal de Otto y, entre una pierna y otra, había una diferencia de cinco centímetros. A pesar de todos estos hándicaps, estudió Biología y aprobó las oposiciones de profesora de enseñanzas medias con el número dos. Ejerció la docencia durante treinta y dos años, ganándose el respeto de sus compañeros y de la mayoría de los alumnos. Desgraciadamente, sufrió las burlas de algunos chicos inmaduros que no apreciaban su espíritu de superación. La vida de Rosa fue fecunda y, aunque oscurecida por el dolor, aportó grandes cosas a la sociedad. ¿Alguien se atrevería a decir que su existencia fue indeseable, una “vida indigna de ser vivida”, por utilizar una expresión acuñada por los médicos partidarios de la eugenesia?
Un mal radical
La destrucción de la persona es el mal radical. La condición de persona no se adquiere. Es un a priori moral. El hombre es ante todo persona: cuerpo, espíritu y comunión, de acuerdo con la división establecida por Emmanuel Mounier. Y esas tres dimensiones siempre apuntan hacia el Tú, hacia el Otro. El hombre lesionado por la enfermedad en su capacidad racional es el Tú que nos interpela de forma más radical. Solo ante la absoluta indefensión de un ser humano privado de su capacidad de elegir, puede realizarse la exigencia moral de asumir el cuidado incondicional del otro.
Al contemplar a Françoise, su primera hija, reducida a un estado vegetativo por culpa de una reacción adversa a la vacuna de la viruela, Emmanuel Mounier afirma: “Tú eres para mí una imagen de la fe”. No es necesario compartir la fe de Mounier para comprender la trascendencia del otro y el significado de la Cruz. La Cruz acoge y representa el clamor de los enfermos y torturados. El Dios crucificado es un grito que demanda nuestra atención, no para sí, sino para el otro, para el que sufre y permanece en la sombra, invisible, ignorado o negado por los demás. Es la voz que nos descubre el desamparo de los que han sido discriminados, ultrajados, humillados y silenciados, de los que carecen de la posibilidad de expresarse porque la enfermedad les ha condenado a vivir ensimismados o porque la historia sigue un rumbo opuesto a sus derechos.
La violencia de la Cruz
La violencia de la Cruz no es un recurso para imponer el dogma cristiano –aunque se haya utilizado con ese fin en no pocas ocasiones–, ni una versión más del sacrifico de un dios inmolado para purificar y garantizar la continuidad del mundo, sino la expresión de una concepción de lo divino que no enfatiza en el poder, sino en la fraternidad. La Cruz repudia la retórica de los ídolos para acercarse a los más insignificantes y restaurar su dignidad. Nadie más impotente que un enfermo sin curación posible, como la hija de Mounier, hundida en “una misteriosa noche del espíritu”.
Su silencio nos convoca con una dulce tenacidad. La persona es –según Mounier– “una presencia de mí”, que solo se muestra parcialmente, pues no deja de acontecer y en su acontecer siempre hay algo más que lo dado. Su trascendencia no es un dato inmediato, sino una intuición que solo se clarifica al descubrir la existencia del otro no como resistencia, sino como interpelación. Ser persona es comprender que el otro nos concierne, que su dolor y su alegría no pueden dejarnos indiferentes. Ante el otro, no cabe la evasión, sino el compromiso. Los otros no nos limitan, sino que nos configuran. Nos permiten ser, conocernos, encontrarnos. Si niego al otro, me niego a mí mismo.
A la humanidad por el amor
Es la forma más extrema de alienación, pues “ser hombre significa amar” (Mounier) y, si no hay amor, no hay humanidad. Al reflexionar sobre el estado de su hija, Mounier escribe a su mujer: “¿Qué sentido tendría todo esto, si nuestra hijita no fuese más que un ovillo de carne caída en no se sabe qué abismo, un fragmento de existencia sin sentido y no esta blanca y pequeña forma sagrada que nos sobrepasa a todos, una inmensidad de misterio y de amor que nos deslumbraría a todos si se nos mostrase ante nuestros ojos; si cada golpe, cada vez más duro, no fuese una nueva elevación que –a cada instante, cuando nuestro corazón comienza a acostumbrarse, a adaptarse al golpe precedente– representa una nueva exigencia de amor? Desde la mañana hasta la noche, no pensamos en este sufrimiento como en algo que nos es arrebatado, sino como en algo que damos, para no ser menos que este pequeño Cristo que se halla entre nosotros, para no dejarle solo –a él, que debe atraernos hacia sí– y para que no esté solo, sufriendo con Cristo”.
La carta de Mounier sobre la desgracia de su hija no es un mero testimonio, sino el camino de acceso al otro. La solidaridad es compasión activa, vivencia del sufrimiento del otro. La indiferencia ante el dolor del otro solo puede brotar de una conciencia empobrecida, de una noción de humanidad que solo contempla al otro, por utilizar el análisis de Mounier, como usurpación. Desde el punto de vista de la usurpación, que es la esencia del pensamiento totalitario, el otro es una amenaza para mi libertad.
La riqueza del desprendimiento
La violencia contra el otro es un vestigio del yo infantil, que aún no ha descubierto la riqueza del desprendimiento, de la apertura hacia el otro. Esa apertura es entrega y donación, pero también inspiración e impulso. El yo no asciende sin el concurso del otro. El ensimismamiento narcisista siempre es decadencia, caída, pasión descendente, erotismo enajenado, repetición, desesperación compulsiva. “Estar abierto –escribe Mounier– es fidelidad creadora. No es únicamente constancia, análoga a la permanencia de una ley, identidad congelada al estilo del en-sí de Sartre, sino presencia siempre disponible hacia el otro, y por eso siempre nueva. Es creadora, pues los datos de mi compromiso se modifican perpetuamente en el concurso de su marcha, reinventando perpetuamente la continuidad de su destino. En tales experiencias, la presencia del otro, en lugar de fijarme, aparece, todo lo contrario, como un manantial bienhechor y sin duda necesario de renovación y creación”.
Esa “fidelidad creadora”, esa “presencia siempre disponible hacia el otro”, solo puede acontecer como obra de amor. Y no hay amor más exigente que el amor al enfermo, al que nos convoca desde la limitación de su espíritu y su cuerpo, no solo para pedir nuestra presencia, sino para ofrecernos la suya, para regalarnos su tiempo: más precario, más valioso y más escaso que el nuestro. La mirada del otro es una mirada cargada de infinito, que, lejos de cosificarnos, nos pone en movimiento.
Hace inventar y crear
El verdadero amor nos produce angustia y responsabilidad, inquietud y comunión. Nos prohíbe la inmovilidad, la ceguera ensimismada. Nos obliga a concertar la introspección con la mirada crítica del otro. Ese es el amor que nos hace inventar y crear, ser más y ser con autenticidad. Ser con humanidad. La mirada del amor nos conduce al yo y evidencia su necesidad de contar con el otro. Por el contrario, la mirada que nos cosifica, la mirada del torturador, asfixia nuestro yo, lo encierra en sí mismo, pues solo le preocupa encadenarnos a su deseo o expulsarnos del mundo.
Ser hombre es acoger al otro, coexistir con el otro. Lo que nos constituye como realidad personal es la experiencia del Tú. Ese es, según Mounier, el “irrefutable cogito existencial”, lo que nos hace ser y amar el ser. Mi hermana Rosa fue ese Tú que me interpeló, obligándome a salir de mi pequeño yo. La relación con ella no fue fácil, pues mi hermana vivió con mucho dolor no poder formar una familia y tener hijos. El síndrome de Turner provoca esterilidad. La insolidaridad de los demás tampoco facilitó las cosas. En los años noventa, el Ayuntamiento de Madrid le concedió una plaza de aparcamiento para personas con movilidad reducida, pero en esas fechas casi nadie la respetaba. Muchos días tenía que aparcar lejos y llegaba a casa agotada, apoyándose en su pequeña muleta.
Nunca se rindió
Pese a todo, Rosa nunca se rindió. Trabajó como profesora de Secundaria de ciencias naturales y amplió su formación para perfeccionar su labor pedagógica. Una avalancha de microinfartos cerebrales acabó con su vida, impidiéndola jubilarse a los setenta, como era su intención. Su existencia no fue una “vida indigna de ser vivida”, sino una vida muy fructífera. Muchos le escatimaron esa mirada de amor que merecía. Quizás el pecado solo sea eso: mirar sin amor, mirar sin compasión ni fraternidad, mirar fríamente, sin un ápice de humanidad.
El papa Francisco ha explicado claramente cuál debe ser la actitud de los católicos. No es suficiente destacar la dignidad de toda vida humana, sino que –además– es necesario adaptar las parroquias para eliminar las barreras arquitectónicas y pedir a los feligreses una actitud de solidaridad y servicio hacia las personas discapacitadas y sus familias: “El objetivo está en que lleguemos a dejar de hablar de ellos y lo hagamos solo de nosotros”.