Recientemente saltaba a los medios de comunicación la noticia de que el Olentzero –un algo tosco carbonero vasco que se asemeja a Papá Noel, porque también lleva regalos a los niños– había mandado una carta a las familias de la localidad vizcaína de Lejona. En esa carta, entre otras cosas, se decía: “Debo daros un tirón de orejas, ya que los tres –el Olentzero, su novia o su esposa Mari Domingi y el burro Napo– sabemos que la mayoría sabéis euskera, pero aun así recibimos muchas cartas en castellano. Nosotros, por contra, casi no sabemos castellano y tenemos que hacer un esfuerzo terrible para entenderlas”.
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Dejando ahora al margen el rastrero intento de manosear ese territorio sagrado que es la ilusión infantil, para ponerlo al servicio de intereses político-lingüísticos, lo más penoso es ver cómo se expulsa a ese personaje mítico de su patria natural, que es la “magia”, una patria que comparte con otras figuras navideñas como Papá Noel o Santa Claus, los Reyes Magos o incluso los elfos. Porque es la magia la que permite que todos estos personajes puedan entender a los niños, sea cual sea la lengua que estos hablen o balbuceen.
Una sola lengua
La Biblia cuenta que hubo un momento, en los tiempos primordiales, en que la humanidad compartía la misma lengua. Y no se trataba de magia. El “labio único” del que se habla en el Génesis (11,1), en el episodio de la construcción de la torre de Babel (Gn 11,1-9), fue interpretado por la tradición rabínica, mediante un procedimiento que hoy nos puede resultar un tanto curioso –la gematría, que consiste en jugar con el valor numérico de las letras del alfabeto–, como el hebreo (¡cuál si no!).
En todo caso, en este episodio de la torre de Babel, Dios confunde la lengua de los constructores, que acabaron así por no entenderse. No se trata de que Dios sea un aguafiestas, sino que es la manera de decir que ese proyecto que consiste en afirmar lo humano a costa de lo divino –una torre que llegue hasta el cielo– está condenado al fracaso.
No sabemos cuál puede ser esa lengua común de la humanidad, pero una buena candidata sin duda es la ilusión infantil en tiempo de Navidad.