La gravedad del rebrote de la pandemia nos sigue arrebatando muchas vidas cercanas y lejanas, vidas de personas queridas, vidas conocidas y desconocidas se desvanecen en el anonimato.
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Al dolor de la partida, se suman los efectos colaterales para millones de personas en muchos frentes: la violencia intrafamiliar que impacta a muchas familias, particularmente a las mujeres; la economía y los millones de empleos perdidos que dejarán sin sustento a muchas familias; la falta de acceso a la educación en esta emergencia para millones de estudiantes que se quedarán excluidos.
Dicen los historiadores, que todas las pandemias afligen a las sociedades dando origen a nuevas vulnerabilidades que se crean por sus relaciones con el medio ambiente, otras especies y entre sí. Desde una perspectiva de neurociencia, nuestro cerebro está hecho para tratar de reaccionar ante lo que viene y defenderse de la incertidumbre.
Pero en la actualidad estamos lidiando con tantas capas de incertidumbre. El Coronavirus ha provocado mucho sufrimiento, no sabemos cuándo o a quién o cómo. Esta situación ha sido demasiado exigente cognitiva y fisiológicamente hablando, opina Aoife O¨Donovan en “The Guardian”. [1]
Narra esta académica que el impacto se experimenta en todo el cuerpo porque cuando las personas perciben una amenaza, abstracta o real, activan una respuesta de estrés biológico. El cortisol moviliza la glucosa. Se activa el sistema inmunológico, aumentando los niveles de inflamación.
Esto afecta la función del cerebro, haciendo a las personas más sensibles a las amenazas y menos sensibles a las recompensas. Esto configura un escenario de cambios de comportamiento para un amplio sector de la población pero también ocurre lo opuesto con quienes ya no consideran la pandemia una amenaza “de algo nos moriremos”, “la vida no vale nada”. De forma que inmunes al dolor ajeno y a un inminente contagio, deciden suprimir la evidencia y escoger el poco aprecio por la vida.
Incertidumbre y disrupción provocadas por el Covid-19
Desde una perspectiva sociológica el Covid-19 ha sido disruptivo. La llamada a quedarse en casa ha hecho visible un cúmulo de desigualdades. Basta considerar el aumento de los costos de la vivienda, la disminución de la oferta de vivienda social y la falta generalizada de vivienda asequible que ocurrió en muchas partes del planeta después de la crisis económica de 2008.
El Covid-19 está ya afectando a toda una generación que será la generación “online” que aprende desde casa, pero les faltan sus pares y una parte relevante del proceso de socialización, y después de tanta vida virtual es precisamente la única vía de aprendizaje posible. ¿Quiénes no la tienen? Quedarán relegados, rezagados y excluidos. Esta pandemia marcará entonces el ritmo de aprendizaje, la forma de repensar los espacios, entre otros.
Así la crisis del Covid-19 se convierte en un espejo a través del cual nos vemos a nosotros mismos, nuestras sociedades, nuestras instituciones y estructuras para develarnos las fallas que hemos aprendido a ignorar bajo la fachada de la comodidad acogedora. La incertidumbre y disrupción provocadas por el Covid-19 toca también nuestras fibras de Iglesia.
¿Qué vamos a cambiar? Atónitos hemos ido encontrando muchas formas de caminar y estar, de guiar, de llevar la Buena Nueva, de hacer realidad la caridad. En esa convicción de estar ahí, hemos perdido vidas ejemplares consagradas al servicio de nuestra Iglesia. Es tiempo de consolar, de animar, de iluminar y de cambiar con nuevas estrategias pastorales el futuro que está emergiendo en esta crisis.
[1] The Guardian, “Has a year of living with Covid-19 rewired our brains?“