Es fácil dejarse llevar por la imaginación a la niñez, a las historias antiguas que vivimos y recibimos de nuestros mayores. Eran navidades que se preparaban dentro de la austeridad de aquellas vidas con tanta ilusión y regocijo, que eran esperadas como un nuevo resurgir en medio del duro invierno.
Olían nuestras casas a pastelería donde, desde una sencilla lumbre de carbón, se hacían rosquillas y magdalenas para celebrar las Santas Fiestas. Esos días se juntaban de las casas colindantes, se mataba el mejor pollo o conejo del corral, y teníamos en cuenta a los vecinos que vivían con más dificultades que nosotros, eran pobres con dignidad.
Los camellos de los Reyes Magos traían una naranja o un puñado de castañas. También lápices de colores Alpino y ropa interior. Las muñecas volvían de año en año, transformadas con nuevos vestidos y abalorios para no ser identificadas y pasar desapercibidas en su segunda llegada. Las panderetas y las castañuelas salían de los baúles y los abuelos trasmitían a sus nietos villancicos populares para adorar al Niño Dios. Así fuimos creciendo y así nos fueron educando en la fe.
Antes, cuando decorábamos nuestras casas en Navidad, no había más que los nacimientos, con aquellas figurillas de barro, y ovejas con las patas de alambre, si es que les quedaba alguna. Antes de la Inmaculada, los chavales buscábamos musgo, que servía también para camuflar las patas y brazos rotos de cualquier pastorcillo, pero ahora está prohibido en aras de la ecología. Los belenes permanecían desde el 8 de diciembre hasta el 2 de febrero. Era el símbolo más cristiano y más popular en nuestros hogares. En nuestro idioma ha quedado la expresión “montar el belén” como sinónimo de alegría y alborozo.
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La Biblia [igual que nuestros belenes] está llena de caminos. Creo que el camino es el lugar de la revelación. En el camino surge la capacidad de asombro, de admiración, de juicio, para poder recuperar las cualidades esenciales de la existencia. A veces, son caminos de soledad, de sacrificio, también de comunión, que nos hace salir de nosotros mismos, para amar. La humildad es el camino de los sabios.
¿De dónde vengo?
La metáfora de la vida como un camino ha llegado a ser común, en el deambular de nuestra existencia, es donde nos hacemos las preguntas fundamentales: ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? De estas preguntas depende muchas veces ¿quién soy yo? Pero la cultura actual está poco dispuesta a plantearse interrogantes trascendentales a cerca del camino de la vida. Por eso, aunque tenemos muchas cosas, la vida se nos llena de vacíos y desiertos. Y los desiertos nos dan pánico, miedo al sinsentido, a quedarnos sin apoyos, desinstalados, sin caminos, sin huellas, sin hogar…
La apariencia rutinaria, que es lo que expresan nuestros belenes, oculta lo extraordinario. Lo rutinario encubre actitudes de mucho valor. Lo sencillo, lo no trascendental, es la calderilla de la vida. La rutina hace ruta y en este peregrinar manifestamos la fe y la caridad, tan unidas… y ellas alimentan la esperanza para seguir viviendo con dignidad, a pesar del sufrimiento.
Busquemos la luz en nuestra celebración de la Navidad. La podemos celebrar con más sencillez y austeridad, y sobre todo con más sentido cristiano, que es también sentido común. ¡Ánimo y adelante! ¡Sed felices!