Nadie elige el sufrimiento, pero siempre podemos escoger cómo afrontarlo. El sufrimiento puede hacernos crecer y madurar. No es una cuestión de fuerza de voluntad, sino de afrontarlo desde la perspectiva adecuada, buscándole un sentido humano. No debemos convertirnos en marionetas de nuestras emociones. Si permitimos que el dolor nos llene de ira y frustración, crecerá nuestro desamparo hasta acorralarnos y destruirnos por dentro. Y quizás por fuera, pues en pocas ocasiones se pone de manifiesto con tanta claridad que el cuerpo y el alma componen una unidad indisoluble.
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Mi madre pasó sus cinco últimos años de vida menoscabada por el Alzheimer. El Alzheimer es una enfermedad particularmente cruel. Borra poco a poco los recuerdos hasta destruir la identidad o dejarla reducida a una pálida sombra. Mi madre, una mujer que sentía un gran amor por los libros y el buen cine, se hundió progresivamente en un estado de confusión que le impedía construir frases complejas, comprender un texto o retener en la memoria las incidencias de una trama. Con el tiempo, su deterioro se agravó y su repertorio de palabras se redujo al de un niño de cortísima edad. No sabía dónde se encontraba, no apreciaba los cambios temporales y necesitaba ayuda para asearse, acudir al baño, vestirse o comer.
Con quienes amaba
Afortunadamente, yo ya trabajaba en casa y mi mujer carecía de obligaciones laborales. Tras comprobar que mi madre no podía vivir sola, decidimos conjuntamente que se viniera a casa con nosotros, pues la idea de ingresarla en una residencia nos resultaba insoportable. Nos asustaba un poco la responsabilidad que asumíamos, pero nos parecía preferible esa incertidumbre que la certeza de saber que se hallaría entre extraños y lejos de las cosas que amaba.
Mi mujer y yo no tardaríamos en descubrir que cuidar no es una pesada carga, sino una forma de ahondar nuestra humanidad. Cuando nos enfrentamos al dolor ajeno, caben dos opciones: rehuirlo o intentar apaciguarlo. Pasar de largo siempre nos hace peores. El levita y el sacerdote de la parábola del buen samaritano se desentendieron del hombre herido por unos bandoleros. Solo pensaron en sí mismos. Quizás ese es el rasgo más demoníaco, el verdadero pecado original.
Compartir el dolor nos libera del narcisismo infantil, siempre miope y empobrecedor. Una persona herida o enferma nos convoca de forma radical. Ahí no caben tibiezas o ambigüedades. La entrega solo puede ser total. Es una experiencia de amor semejante a la paternidad, donde asumimos guiar los pasos de alguien incapaz de caminar por sí mismo. La fragilidad ajena exige delicadeza, ternura, desprendimiento. Salir de uno mismo y vivir para el otro.
Una vida difícil
Mi madre tuvo una vida particularmente difícil. Se llamaba María Rosa y nació en 1925. Creció en una familia con una buena posición social, pero todo se truncó con la guerra civil. En Madrid, una bomba cayó a sus pies y casi la pulveriza. Salvó la vida porque el artefacto –milagrosamente– no estalló, pero una lluvia de cristales se hundió en su carne, dejando heridas en el cuerpo y en el alma. Las del cuerpo se curaron; las del alma, nunca se cerraron. Los artificieros del ejército desmontaron la bomba y le entregaron la ojiva, que aún conservamos como un peculiar recuerdo de esos días trágicos.
Mi madre pasó el resto de la guerra en Barcelona, donde sufrió nuevos y feroces bombardeos. Al acabar aquella locura colectiva, acababa de cumplir catorce años y apenas rozaba los cuarenta kilos. Casi no podía caminar y su estómago toleraba mal los alimentos. Su cuerpo había pasado por la sarna, los piojos, el raquitismo, el paludismo y la piorrea. Su alma, por el miedo, la angustia y el estupor. Quizás no se trata de penalidades extraordinarias para su época, pues casi todos los niños de esa generación vivieron cosas parecidas, pero lo cierto es que a mi madre le dejaron una huella profunda, un trauma del que nunca se recuperó del todo.
A los veintidós años se casó y, con el tiempo, tuvo dos hijos. Mi hermana Rosa, que nació con grandes discapacidades físicas, lo cual no le impidió convertirse en maestra y ejercer durante tres décadas, y yo, con una niñez normal hasta que mi padre murió súbitamente de un infarto. Mi madre se quedó viuda con cuarenta y siete años, a cargo de un niño de ocho y una niña de dieciséis con síndrome de Turner y neurofibromatosis. Con una pensión menguante, hizo todo lo posible para que sus hijos pudieran estudiar en la universidad. Ahorrando y prescindiendo de todo, logró su objetivo y pudo ver cómo los dos nos convertíamos en profesores.
Mucho más que devolverle lo recibido
Cuando el Alzheimer comenzó a manifestarse, no pensé que me tocaba devolverle lo que había hecho por nosotros, sino que experimenté una infinita ternura por su vulnerabilidad. Fue algo espontáneo, pero que no habría surgido sin la sensibilidad que me había inculcado ella. El Alzheimer, que convierte a nuestros progenitores en niños profundamente dependientes, nos enseña que la educación es una de las tareas más importantes del ser humano, pues, si no nos inculcan valores como la compasión, la responsabilidad, la paciencia, la abnegación y la tenacidad, no seremos capaces de cuidar a los que nos han dado tanto amor y merecen todo nuestro cariño.
Durante cinco años, mi mujer y yo nos turnamos bañando a mi madre, vistiéndola, ayudándola a comer, acompañándola al aseo y obligándola a dar pequeños paseos por la casa. Afortunadamente, vivir en un pueblo de las afueras de Madrid nos permitió disfrutar de un pequeño jardín y de una terraza con vistas a la estepa castellana. Algunas tardes de verano, mi madre miraba el paisaje con un asombro infantil, feliz al contemplar el vuelo de los milanos, los tordos, los jilgueros y los verderones. Cuando los gorriones entraban y salían de las acacias del jardín, sonreía con esos ojos azules donde había anidado la infancia por segunda vez, pero nada le entusiasmaba tanto como el regreso de las golondrinas cada verano.
Anidaban debajo de una cornisa e insistía en que la acercáramos a los nidos, pues todos los años nacían polluelos y le encantaba verlos. Mi madre siempre amó a los animales. Para ella, no eran mascotas, sino esos «hermanos menores» de los que hablaba san Francisco de Asís. Su derrumbe psíquico se precipitó cuando murió su perrita Violeta, una mestiza diminuta y con orejas de duende que había rescatado de la calle. Me duele pensar que el mundo ha perdido la imagen de mi madre paseando con Violeta. Bajo un paraguas rojo, las dos desafiaban a la lluvia en invierno, recorriendo el Parque del Oeste. En verano, se cobijaban bajo la sombra de un gigantesco cedro, escuchando el sonido del agua de los aspersores y observando a los transeúntes. Mi madre les saludaba a casi todos, como si les conociera, pues nunca se acostumbró al frío anonimato de las ciudades.
Siempre sonreía
Aunque ya no podía seguir las tramas, cada noche le poníamos una de sus películas preferidas: ‘¡Qué bello es vivir!’, ‘Casablanca’, ‘El hombre tranquilo’, ‘La ventana indiscreta’, ‘Murieron con las botas puestas’, ‘La gran familia’, ‘Testigo de cargo’. Comprendía poco, pero sonreía y eso era suficiente. Creo que fue razonablemente feliz esos años. Nos reconoció hasta el último día, pero al final le costaba mucho recordar nuestros nombres o nos confundía con otras personas.
Murió el 22 de enero de 2018. Una crisis cardíaca acabó con su vida mientras la trasladaban a un hospital, después de haber sufrido un ataque a media noche. Cuando la subían a la ambulancia, aún consciente, desvié la mirada para que nuestros ojos no se encontraran. Separarse de nosotros le producía angustia y no quería que experimentara esa sensación, incapaz de comprender que solo se trataba de algo provisional. No volví a ver abiertos sus ojos azules, siempre impregnados de bondad y melancolía. Mientras mi mujer y yo observábamos su cuerpo, ya sin vida, recordé su voz llamándonos a media noche. Dormía en una salita pegada a nuestro dormitorio, pues así podíamos vigilarla. Dejábamos la puerta abierta para oírla y levantarnos si necesitaba algo. Muchas veces se dirigía a nosotros, pero empleando el nombre de mis abuelos.
En un momento de lucidez, me comentó que sus padres hablaban con ella desde su dormitorio, con la puerta entornada y una pequeña vela encendida en el pasillo para atenuar la oscuridad que tanto miedo le infundía. Ya al final de su vida, la mente de mi madre viajaba continuamente en el tiempo, sin establecer distinciones entre presente, pasado y futuro. Las identidades se habían difuminado, pero perduraban los afectos. Hacia sus padres, hacia sus hijos, hacia esos perros que había cuidado con infinita dulzura.
La verdadera felicidad
¿Qué me enseñó el Alzheimer? Que la verdadera felicidad consiste en cuidar a los demás, pues así nos libramos de las servidumbres de nuestro yo, siempre insatisfecho y con tendencia a mirarse el ombligo. Que la familia es el espacio donde nos humanizamos, adquiriendo compromisos y responsabilidades, y aprendiendo la importancia de valores como la abnegación, el sacrificio y la lealtad. Que la convivencia entre tres generaciones es algo natural, pues un hogar con abuelos siempre está más completo, aportando la perspectiva de las vidas que han acumulado mayor experiencia.
Que cada ser humano tiene un valor infinito y que su vulnerabilidad solo incrementa ese valor. Que una sociedad que se desentiende de sus mayores desemboca en un individualismo estéril. Que la soledad crece cuando nos despreocupamos de los otros. De hecho, cada vez hay más hogares compuestos por una sola persona. Que la verdadera belleza consiste en lavar un cuerpo frágil, hidratar unas manos con manchas de color café y peinar la nieve perpetua de un pelo que ha visto muchos inviernos. Que la muerte de cada persona es profundamente injusta, pues no hay dos seres iguales. Cada vez que desaparece un ser humano, se empobrece el universo. Que la muerte es un destino indigno y que solo Dios puede salvarnos de ese aciago final.
Que despedirse sin esperanza de un ser querido es la forma más aguda de dolor. Que quizás la mejor prueba de la existencia de Dios está en los ojos de los que amamos, proclamando que lo bello y lo bueno son indestructibles. El Alzheimer me ha enseñado muchas cosas. No celebro que mi madre acabara así sus días, pero la experiencia de cuidarla ha sido mi mayor logro personal. Cuando comparezca ante Dios, no se me ocurrirá hablarle de mi trabajo como profesor, periodista o escritor, sino de esos cinco años que tal vez son la justificación de mi vida.