Recuerdo que, de pequeño, ensoñaba mirando hacia arriba, hacia el azul del cielo que contrastaba con aquellas inmensas torres de purísimo blanco –cuando la luz del Sol les daba de lleno– o de tonalidades azabache carbón – cuando estas navegaban suspendidas por encima de nuestras cabezas–. En las calurosas tardes del verano, traían la ansiada lluvia sobre la tierra reseca, pero tantas veces sacudían de sus alforjas globulosas el indeseado granizo, enemigo acérrimo de los vitivinicultores, que salían a los campos a hacer tantos gestos al viento con sus manos como conjuros a los dioses hubiesen aprendido de memoria.
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Y me preguntaba: ¿por qué? Cuando llegué a la adolescencia lo tenía claro, quería entender el lado oculto de semejante maravilla meteorológica y poder contribuir a aliviar en algo el sufrimiento de tantos paisanos. Estudié por años el curso de los vientos, las fuerzas de presión del aire que envuelve la Tierra rotante, examiné el ciclo del agua y desmenucé como un rosario uno por uno los datos observados. Y tras tantas horas de sesudo estudio y análisis, llegué a la conclusión: ¡qué maravilla de creación! Y desde entonces sigo extasiándome al mirar el azul del cielo.
La meteorología es una de esas ciencias del ambiente en las que cuanto más te adentras en el misterio, mayor es la experiencia del asombro, que te provee de una cierta modestia intelectual. Modestia que tanto se echa de menos en nuestra cultura política, económica y social, paradójicamente construida en los dos últimos siglos bajo la lógica del progreso tecnocientífico.
La pandemia de un virus famosísimo nos ha machacado nuestra autosuficiencia y nos ha recordado a golpes nuestra imposibilidad de aceptar madurativamente que somos parte de un entramado delicado de relaciones contingentes, cual familia al interior de una única Casa común, que es la Tierra. La misma ciencia y tecnología que tanto nos enorgullece al punto del desquicio, es la que monitorea los datos que hablan y nos piden un cambio de rumbo antes de que sea tarde.
Consumidor y productor
No es posible sostener por más tiempo unas relaciones con la Tierra y entre nosotros basadas en la violencia interna, provocada por la frustración de nuestro deseo eternamente insatisfecho, y en la avaricia, que temporalmente alivia la tensión devoradora del deseo sin límite. La economía globalizante de mera maximización de la ganancia nos manipula y explota sin miramientos esta insatisfacción psicológica del deseo humano a costa de quien sea, generando pobres, y lo que sea, deteriorando la naturaleza, y pauta el ritmo de la violencia (consumidor) y la avaricia (productor) como si fuesen engranajes perfectos para la producción masiva y el consumo sin frenos.
Permanecer en la ignorancia, como hordas en la Edad de Piedra, es el intento conservador de desoír a la ciencia y pervivir bajo el básico impulso instintivo de supervivencia, cual sello biológico de nuestros deseos. Por el contrario, hacer un alto, detenerse y pensar caminos alternativos de prosperidad humana basados en la sobriedad, el cuidado y respeto de los ritmos naturales, la experiencia de gozar la creación con tan solo mirar alrededor sin otra pretensión que solo mirar y el compromiso político por el bien comunitario, pueden llegar a ser tan revolucionarios como impensablemente progres para nuestras sociedades individualistas y hedonistas tan aturdidas por el descarte y el hartazgo.