Tribuna

Contagiar solidaridad para acabar con el hambre

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Con la llegada del mes de febrero, Manos Unidas nos invita a reforzar nuestro compromiso cristiano con las personas y pueblos más empobrecidos de la tierra. Son ya 62 años en los que su ‘Campaña contra el hambre’ nos lanza una interpelación a la conciencia y a la acción concreta, en esta ocasión con el lema ‘Contagia solidaridad para acabar con el hambre’.



La mayor pandemia es el hambre

Según los últimos datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), unos 690 millones de personas padecen hambre crónica. Se estima que los efectos negativos del coronavirus podrían añadir entre 83 y 132 millones de personas al número total de personas subalimentadas en el mundo. Además, los cálculos más recientes indican que unos 2.000 millones de personas en el mundo no disponen de acceso regular a alimentos inocuos, nutritivos y suficientes.

Por otro lado, 3.000 millones de personas no tienen en su casa agua para el lavado de manos, una medida elemental para luchar contra los virus. La ONU también señala que en el mundo hay actualmente 2.200 millones de personas privadas de acceso al agua potable para beber y cocinar y otros 4.200 millones que carecen de sistemas de saneamiento seguros. Sin lugar a dudas, la mayor pandemia de nuestro planeta es el hambre.

El virus de la indiferencia

El hambre es, pues, una pandemia que estaba entre nosotros antes de que llegase la covid-19 y, desgraciadamente, todo parece indicar que continuará entre nosotros cuando logremos controlar la vigente alerta sanitaria. En realidad, da la impresión de que el hambre ha pasado a ser una enfermedad crónica de nuestra humanidad. Y el problema es que, a la vez, se nos ha inoculado el virus de la indiferencia, que nos impide reaccionar vigorosamente ante esta sangrante realidad.

El papa Francisco insiste una y otra vez en denunciar la cultura del descarte y de la insolidaridad. Así, por ejemplo, en la ‘Fratelli Tutti’, dedicada a la fraternidad y a la amistad social, criticó el maltrato y el abandono que sufren las personas ancianas: “Vimos lo que sucedió con las personas mayores en algunos lugares del mundo a causa del coronavirus. No tenían que morir así. Pero en realidad algo semejante ya había ocurrido a causa de olas de calor y en otras circunstancias: cruelmente descartados” (FT 19).

En otras dos ocasiones, dentro de esa misma carta encíclica, Su Santidad alude a la metáfora del virus. Invitando a crear una sociedad abierta e inclusiva en la que cada persona tenga su espacio, subraya que “el racismo es un virus que muta fácilmente y en lugar de desaparecer se disimula, pero está siempre al acecho” (FT 97). Un poco más adelante, señala que “el individualismo radical es el virus más difícil de vencer. Engaña. Nos hace creer que todo consiste en dar rienda suelta a las propias ambiciones, como si acumulando ambiciones y seguridades individuales pudiéramos construir el bien común” (FT 105). Tanto la experiencia del coronavirus como la lacerante realidad del hambre nos muestran que no es así.

La vacuna como símbolo

Ha pasado ya un año desde que la covid-19 se convirtió en un macabro flagelo y empezaron las medidas de confinamiento en diversos puntos del globo. El inicio de este 2021 está marcado por la esperanza que suponen las vacunas. Pero este hecho no puede hacernos olvidar la tremenda e injusta desigualdad que estamos viendo en la distribución de las vacunas, privilegiando de manera desproporcionada a los países más ricos del planeta.

El 19 de septiembre de 2020, en un discurso a los miembros de la Fundación Banco Farmacéutico, el Obispo de Roma se refirió a las nuevas vacunas contra la covid-19, advirtiendo “que sería triste si al proporcionar la vacuna se diera prioridad a los más ricos, o si esta vacuna se convirtiera en propiedad de esta o aquella nación, y ya no fuera de todos. Debe ser universal, para todos”. Tres meses más tarde, en su Mensaje Urbi et Orbi, del día de Navidad, reiteró que “no podemos dejar que el virus del individualismo radical nos venza y nos haga indiferentes al sufrimiento de otros hermanos y hermanas. No puedo ponerme a mí mismo por delante de los demás, colocando las leyes del mercado y de las patentes por encima de las leyes del amor y de la salud de la humanidad. Pido a todos: a los responsables de los estados, a las empresas, a los organismos internacionales, de promover la cooperación y no la competencia, y de buscar una solución para todos. Vacunas para todos, especialmente para los más vulnerables y necesitados de todas las regiones del planeta. ¡Poner en primer lugar a los más vulnerables y necesitados!”. La vacuna contra el coronavirus es, pues, un símbolo de lo que nos ocurre como humanidad.

Contagiar solidaridad

Meses atrás, en julio de 2020, el Sumo Pontífice firmó el prefacio al libro “Comunión y Esperanza”, del cardenal Walter Kasper y el padre George Augustin. Allí el Santo Padre recordaba que “el peligro de contagio de un virus debe enseñarnos otro tipo de ‘contagio’, el del amor, que se transmite de corazón a corazón”. Por eso, el lema de Manos Unidas se muestra especialmente apropiado en nuestro contexto: necesitamos contagiar solidaridad para vencer, juntos, a la pandemia y conseguir, definitivamente, que haya en el mundo pan para todos, en particular para los pobres y desvalidos.

Ojalá aprovechemos este mes de febrero para sumar iniciativas eficaces, de manera que nadie se vaya a la cama sin comida, sin esperanza, sin salud. Ello requiere de nuestra parte una conversión interior, un suplemento de generosidad, un corazón abierto a las necesidades de los demás e incontables sacrificios. Pero merece realmente la pena.