Rixio Portillo
Profesor e investigador de la Universidad de Monterrey

Dimensión social del amor, materia pendiente


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Durante estos días se está celebrando la memoria de san Valentín, el santo más popular entre jóvenes al relacionarlo con una fecha menos religiosa y más comercial; el 14 de febrero, día del amor y la amistad.



Es que si algo ha sido manoseado, desinflado y devaluado es el amor. Hoy en día cualquier gesto o sentimiento de atracción ya es declarado, amor; y son miles los que enarbolan la bandera de la libertad, en el amor. Por cierto, de la mano de otro santo, Agustín, con su descontextualizada frase: “ama y haz lo que quieras”.

Sin embargo, el origen del amor en el cristianismo tiene raíces más profundas. Un prominente teólogo argentino ha dicho el “Amor es el nombre propio de Dios”, a partir de lo que revela Juan en su testimonio bíblico (1Jn 4,8).

Para la Doctrina Social de la Iglesia, el amor es uno de los valores sociales, lo relaciona a la libertad, a la justicia y a la verdad; pero le otorga el puesto de fundamento, pues es donde confluyen los demás valores, en el hecho social.

El Papa Benedicto XVI, en un aleccionador mensaje en 2005, señalaba que no son las ideologías las que salvan al hombre, sino dirigir la mirada al Dios vivo, el garante de la libertad, concluyendo con una pregunta lapidaria para la existencia humana: “¿Y qué puede salvarnos sino el amor?”.

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Reciprocidad incondicional

El amor en su dimensión social y comunitaria nace del ‘agápē’, es decir, de la reciprocidad incondicional. En términos sociales la vivencia del amor, del ‘agápē’, se traduce en amistad social, tema que ha querido desarrollar el Papa Francisco en su reciente encíclica, ‘Frattelli Tutti’ (Hermanos todos).

De allí, la importancia de detenernos a pensar qué tan permeadas están nuestras relaciones sociales por el amor. Por ejemplo, ¿qué tanto nuestros políticos consideran a sus oponentes como hermanos?, ¿qué tanto los empresarios ven a sus trabajadores como colaboradores y no como simples “recursos” que puedan ser utilizados y desechados?, ¿qué tan comunitaria puede ser la convivencia con aquel que piensa totalmente distinto?, ¿qué tan receptivos somos hacia los migrantes que llegan a las ciudades con costumbres diferentes a las propias?

El gran desafío es poder entrar en la dinámica del ‘agápē’ social, no desde el sentimentalismo o la lástima estéril, sino desde la empatía que empuja al encuentro, al reconocimiento, al respeto y sobre todo a la convivencia pacífica en las diferencias. Cosa nada fácil.

Una voz en el desierto

El Papa Francisco, como una voz solitaria en el desierto de las polarizaciones sociales, ha lanzado un gran reto con su encíclica ‘Fratelli Tutti’; y en cómo es posible vivir el amor, la caridad y, por ende, la fraternidad, como dimensión genuina de la amistad social.

“El amor al otro por ser quien es”, — dice el Papa—, “nos mueve a buscar lo mejor para su vida. Sólo en el cultivo de esta forma de relacionarnos haremos posible la amistad social que no excluye a nadie, pues la fraternidad está abierta a todos” (FT 94).

Es decir, que en el reconocimiento legítimo y distintivo de las diferencias, es posible la búsqueda de una mejor convivencia; materia pendiente en nuestros pueblos de América, que siguen enredados en paradigmas ideológicos, negándose a reconocer, lo bueno, lo positivo, y lo auténtico en el otro.

Por último, también mencionar que el amor, si es verdadero, es libre, no se impone, no se decreta, se cultiva, es decir, se pone en práctica y se ejercita. El amor desde la disponibilidad humana, brota como don gratuito de Dios, es decir, como virtud.

Por eso, más que celebrar a san Valentín desde el imaginario cursi de un angelito asexuado con una flecha, debería abrirnos a la posibilidad de encontrarnos y reconocernos, a menos como humanos, y por ende, como hermanos de la gran familia humana, y aprobar la materia pendiente de una sociedad más justa y fraterna. En síntesis, una sociedad más humana y humanizadora.


*Profesor de la Universidad de Monterrey