Es de noche, cuando escribo estamos a bajo cero y desde la ventana de mi habitación vislumbro la torre iluminada de la catedral, pues los cristales están tomados por el vaho del contraste de temperaturas. He hecho ya cuatro años de obispo en esta querida diócesis de Teruel y Albarracín. Parece que fue ayer cuando salí de la parroquia de San Lázaro, en Palencia. Lo viví como un desgarro del corazón pues me costó separarme de la sagrada rutina y de las familias que la conformaban. Siempre es así, comienza un tiempo nuevo.
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Cuando doy ejercicios espirituales lo hago a partir de textos del evangelio que hablan de caminos y las personas que los habitan. De una u otra manera siempre está en el centro Jesús, su vida, su palabra, su gesto o milagro, que nos manifiesta que el Reinado del amor de Dios ya está entre nosotros: misericordia, ternura, perdón, gracia…
Salir de tu hábitat
Pero la mayoría de las personas de los caminos del evangelio son creyentes, con su idiosincrasia, sus senderos en la vida, sus búsquedas espirituales, sus idas y venidas, sus desilusiones, su crecimiento, sus relaciones (a veces vacías), los entornos familiares, sus tareas… y en un momento de su historia son llamados, con la complejidad que supone salir de tu hábitat (ese espacio donde estas ensamblado y cómodo).
Me identifico con Felipe, el diácono, del capítulo 8 de Hechos (cita fácil de recordar) que, después de la lapidación de Esteban sale, como casi todos, de Jerusalén, y aparca en Samaría. Se ve que su predicación, a los ojos de la gente, tuvo éxito (aunque Pedro y Juan tuvieron que ir a confirmar). Se supone que Felipe estaba contento con su labor, pues se le añadían mucha gente, incluso un mago famoso que se asombraba de los signos de Felipe. Pero cuando más contento estaba el ángel del Señor le envía a una zona desierta, a un camino solitario. Cambio de agujas.
La llamada de la obediencia
Pienso mucho en cómo se lo tomaría Felipe, o Simón Pedro que, desde un pueblo de pescadores a las orillas de un lago, tiene que ir a Roma, la gran Urbe, supongo que, con su mujer y sus hijos, y si no fue así, peor me lo ponéis, más doloroso. Lo mismo pienso del Papa. Dicen que los primeros meses del papado se deprimen en la jaula del Vaticano. Todo un desbarajuste. Simplificamos demasiado a las personas, sus sentimientos y procesos, cuando leemos los textos del Evangelio. Pero el bautismo nos lleva a la obediencia y ésta cuesta, pues si no sería complacencia. Me impresionaron siempre las palabras de la Carta a los Hebreos: “Cristo aprendió sufriendo a obedecer”.
Las llamadas del ángel del Señor, o del mismo Cristo, suponen una conversión y ésta comporta un sufrimiento implícito, un sacrificio. El sacrificio nos hace más sagrados, en el sentido que nos acerca a la voluntad de Dios, que como a Abel, siempre nos exige los mejores frutos. No hay más que mirar la vida de Jesús: “Padre se haga tu voluntad y no la mía” (es obvio que Jesús también tenía su propio parecer). Sin lugar a dudas, el mayor sacrificio, de los tres conocidos consejos evangélicos, lo exige la obediencia. Después, todo es ganancia, al menos a los ojos de Dios, pues los caminos en el desierto vital siguen existiendo. Esta es mi última reflexión en algún tiempo ¡Ánimo y adelante!