El 18 de febrero, el vehículo de exploración Perseverance se posaba en la superficie del planeta Marte. Su misión es verificar si alguna vez hubo vida en el planeta rojo. De hecho, el vehículo amartizó en un cráter, llamado Jezero, que se supone que hace unos 3.500 millones de años era un gran lago de unos 45 kilómetros de diámetro.
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Aunque muchas personas piensan que roza el disparate el hecho de gastarse cantidades ingentes de dinero en misiones como esta mientras en el mundo hay millones de personas que lo pasan mal, sin embargo, hay que reconocer que la ciencia se mueve en gran parte por un impulso muy humano que busca descubrir y conocer la realidad en la que vive el ser humano o que se encuentra en su horizonte. Y en ese impulso adquieren relevancia las preguntas.
Muchas preguntas
En la Biblia hay muchas preguntas. Unas, como las que encontramos en el libro de Job (capítulos 38 y 39), constituyen un apabullante despliegue precisamente de cómo está constituido el mundo (según la mentalidad del autor del libro, probablemente alguien del siglo V a. C.). Esa enorme batería de preguntas pretende poner ante los ojos de Job que la realidad está perfectamente conformada y que, por tanto, la pretensión de Job, casi desde que empezó el libro, de poner en solfa la sabiduría divina es una insensatez (aunque Job tenga razón en cuanto a poner sobre la mesa el problema del mal: un problema ciertamente insoluble).
Otra pregunta bíblica interesante en cuanto al impulso humano de conocer el mundo y al propio ser humano en él es la que encontramos en el Salmo 8, un salmo cuyo comienzo y final es una constatación admirada: “¡Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!” (vv. 2 y 10). Y en el centro del poema, la pregunta no menos admirada: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para mirar por él?” (v. 5).
Bajo un cielo nocturno en el que Dios, cual orfebre, engasta hábilmente la luna y las estrellas, y viendo todos los animales que pueblan la tierra, el cielo y las aguas, el salmista repara en la pequeñez del ser humano, lo cual contrasta con la atención que Dios le dispensa. De ahí nace la pregunta.
Nos preguntamos porque necesitamos saber, es decir, porque nuestra vida requiere un sentido.