Como seres humanos, sabemos que, para ganar algo, siempre hay que perder algo. Sin embargo, ese gesto u acción conlleva siempre un desgarro, un dolor, una pérdida, una frustración en pro de un bien mayor.
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Renunciar a algo o a alguien por un bien superior es algo bueno, pero no es algo que deseemos en forma natural y, hoy más que nunca, culturalmente, todo atenta contra ese movimiento físico, emocional y espiritual fundamental para conquistar la verdadera libertad y recuperar el sentido de la vida y la felicidad.
Del pódium a la galería
Durante casi toda mi vida laboral, siempre ocupé el primer lugar, situándome, consciente o inconscientemente, en el pódium para hablar, dirigir, inspirar, informar, tomar decisiones difíciles y poner el pecho para resolver y resistir cualquier adversidad. Sin embargo, las circunstancias de la vida y mi propio discernimiento me han llevado en los últimos años a ir abandonando esos “puestos”, dejando que los ocupe alguien más.
En menos de diez años, pasé de ocupar el centro del escenario a sentarme en el último asiento de la galería, contemplando cómo otros gestionaban la realidad. Es la ley de la vida ir despojándose de títulos, poderes, fuerzas y quién sabe qué más; pero eso no significa que nos sea fácil y que no implique un profundo trabajo espiritual.
Renuncias cotidianas y trascendentes
Dejar de tomarnos un helado para estar más saludables o despertarse temprano para salir a hacer ejercicio son renuncias que muchos hemos experimentado y que producen ese corto circuito inicial en nuestro cuerpo, mente y espíritu que debe ser señor de sí mismo para contenerse, discernir y actuar conforme a su criterio de valores para priorizar. A estas pequeñas decisiones, sin embargo, se nos van sumando otras más grandes y trascendentes que requieren mayor fortaleza y sabiduría para no errar, ya que, finalmente, se trata de la decisión de cambiar o no cambiar.
Los dilemas se hacen más complejos: como renunciar o no a un trabajo que nos está consumiendo como persona y familia por un sueldo o estatus; comprar o no comprar bienes o servicios significativos en nuestra renta y capacidad financiera; seguir o no en una relación que no nos hace bien; hacernos o no cargo de cuidar el planeta y su subsistencia; asumir o no la necesidad de un cambio en el modo de vincularnos con nosotros mismos, con los demás y con la naturaleza. Si algo ha dejado como fruto la pandemia mundial es empujarnos al acantilado, sacarnos de la zona de confort y obligarnos a asumir decisiones que implican renuncias para una mejor calidad de vida de todos, pero que no todos están dispuestos a bancar.
Renuncia y ascesis
Claramente, renunciar a los honores, bienes, poder, fama, placeres, figuración, control y todos los espejismos de la sociedad de consumo, placer y rendimiento actual es contracultural. Una locura, un sin sentido, una quijotada sin igual, dirán muchos que compiten aceleradamente por las luces y por acaparar. Pero, solo renunciando y asumiendo ese dolor inicial, podemos experimentar el gozo de la libertad y la vida real.
Podemos recuperar al ser humano oculto bajo mil máscaras, cosas y responsabilidades y darle oxígeno para poder salvarlo de su miseria actual. Mientras más cortezas de nuestro ego personal y colectivo podamos dejar atrás, más podremos contemplar nuestro verdadero yo; nuestra belleza, unidad y bondad. Al desgarro inicial que implica, le sigue la maravillosa compensación de la vida con toda su amplitud de oportunidades, su honestidad y la fraternidad.
Un ascensor al cielo
Este tiempo puede ser un tremendo ascensor para ir ascendiendo a nuestro cielo en vida e invitar también a los demás. Al apretar el botón de renuncia, inicialmente, parecemos descender y perder, pero, al poco rato –al ir más livianos, libres y felices–, nos empezamos a elevar a una dimensión amorosa, generosa, gratuita, sencilla y solidaria que nos llena de felicidad. No se trata de renunciar a todo, sino –como diría san Ignacio– ordenar nuestras decisiones según nuestro principio y fundamento: de acuerdo con lo que somos y a lo que vinimos a la vida. Todo lo demás es pasajero y no nos podemos apegar.
Renunciar al escenario, al control, a la autoridad, a la seguridad, a la comodidad, a la juventud, a la salud, a la velocidad, a las luces, a la fama, al qué dirán… parecen ser, paradójicamente, las únicas vías para lograr la sabiduría, la libertad interior, la humildad, la alegría y la eternidad. Perderemos algo, pero, sin duda, ganaremos el cielo y podremos orientar a los demás.
Algunas secuelas y resacas para considerar
No sé si habrán escuchado de los dolores fantasmas que sufren aquellas personas que pierden una extremidad. A pesar de no tener su brazo o pierna, el cerebro sigue enviando señales como si estuvieran y duelen una enormidad. Bueno, al renunciar a un puesto, a una relación, a una situación, a un modo de ser y adquirir nuevos roles, hábitos, actitudes o vínculos, no podemos pretender que, de un día para otro, desaparezca todo resabio de ese placer o adrenalina que existía previamente a renunciar. Nuestro cerebro se hizo adicto a los aplausos, las luces, los reconocimientos y la popularidad, entre otros.
Por eso, cuando nos vengan secuelas como la soledad, la angustia, el vacío, el arrepentimiento, los celos o el deseo de volver atrás, no caigamos en la tentación y mantengámonos firmes en la decisión inicial. Para salir de esa resaca que está provocando nuestro ego, aliado con la cultura exitista en que vivimos, debemos aferrarnos a la vivencia de la libertad que hoy experimentamos, amarrarnos a los vínculos amorosos y verdaderos que nos sostienen y, por qué no, recordar también todos los sacrificios, esfuerzos y dolores que implicaba estar “lleno de cosas y arriba del pedestal”.
La verdadera vocación
No somos lo que hacemos, sino que hacemos lo que somos; esa es la verdadera vocación de cada uno y esta pandemia nos da la oportunidad de redescubrirla, cultivarla y hacerla crecer para ser plenos y aportar al mundo nuestra originalidad.
Algunos últimos consejos para perseverar… La renuncia que vayamos haciendo paulatinamente a lo largo de la vida nos permitirá ir purificando nuestras acciones y ordenando nuestras intenciones para el mayor bien que es amar y servir a Dios en todas las creaturas. Sin embargo, al ser un movimiento físico, emocional y espiritual que va contra la corriente, debemos ayudarnos con algunos medios para no renunciar a renunciar.
Hacer comunidad
Lo primero es hacer comunidad con otros que estén en la misma para sostenerse mutuamente cuando alguno pueda flaquear. También ayuda mucho el respirar profundo y contemplar desde la perspectiva actual la vorágine externa viendo a otros actuar. Es un acto consciente de salirse del mundo, detenerse, irse hacia adentro y tener la certeza de que es el camino correcto para nuestra alma.
Saborear frutos como paz interior, creatividad, ternura, amorosidad para con nosotros mismos, son evidencias de que vamos bien y que podemos continuar. Más que mal, tarde o temprano, llegará el día de renunciar a todo y partir a la vida eterna con todo el amor que pudimos vivenciar. Renunciando, podemos volver a nuestro hogar.
Trinidad Ried es presidenta de la Fundación Vínculo