“Descálzate que esta tierra es sagrada”. Ante el encuentro del Papa con el padre de Aylan Kurdi, intuyo que Francisco se descalzó no solo los pies como hizo al entrar en casa del líder chiita Alí Al-Sistani, en señal de respeto a las tradiciones musulmanas, también se descalzó el alma, como dijo Dios a Moisés en el episodio de la zarza.
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Este encuentro del Pontífice –hombre coherente en signos y palabras– me ha hecho mucho bien. Quizás porque también tuvo mucho de sagrado. Para que mi corazón, descalzo también si Dios quiere, se calce en su piel cuaresmal lleno de nombres y rostros parecidos. Y que aparezca uno más al lado de tantos padres y niños refugiados sufriendo y muriendo. Impotencia por tanta inhumanidad como se desprende en el trato migratorio.
Un recuerdo y una historia, la de Aylan, que el Papa convirtió en estatua. Y es que regaló la efigie de mármol a la sede de la FAO en octubre de 2017. La estatua de Aylan, con una diferencia de la foto original con un soldado, pues en la estatua está recogido por un ángel con alas, con un inmenso y desgarrador grito de dolor, descalzando también su alma (si es que los ángeles la tienen). Y en mármol. Para que permanezca.
Con el añadido de tres impactos fieramente adosados: el llanto del ángel, el niño migrante muerto y el hambre. Tres pasiones tan asociadas a los migrantes y por las que luchar. Tan intrínsecamente relacionadas. Grito, migrantes, hambre. Y que me llevan a recordar la necesidad de no olvidarme en mi propio viaje migratorio, de la necesidad de caminar a partir de la tragedia de los inocentes: de la compasión a la indignación.
Asumiendo el reto de conocer sin miedo, de acercarse a la verdad de las víctimas; sin prejuicios, sin ideologías cobardes que quieren esconderse del mandato de la fe y la justicia –o de ambas inextricablemente unidas–; viaje hacia la libertad sin la defensa de clase o de privilegios, aunque sean de mi propio partido; viaje libre de preconcepciones interesadas: solo así quiero acercarme hacia la imagen de Aylan.
Inundándome de sentimientos, de razones y, al final, de profundas convicciones que, en todo caso, más allá de su eficacia exterior, dignifican a sus portadores. Como dignas fueron las lágrimas y el llanto del padre de Aylan con el Papa.
El llanto de un ángel
Y de la indignación al compromiso. Por muchas causas a evitar como la de aquella muerte infantil –como otras muchas– que todavía estremecen por ser paradigma comprometedor para con las víctimas muertas en vida. Muchas sin recibir abrazos antes de morir. Y no solo como el último recibido por Aylan –¡ya muerto!– en brazos del soldado que lo recoge.
No importa que a la indignación le acompañe el grito como desgarro del alma. El llanto de un ángel, aunque sea en mármol, muestra que ¡los ángeles también lloran! ¿El ángel es el de las alas que recoge al niño o es el niño cadáver en la orilla? El ángel de la estatua que recoge el cadáver infantil es el ángel “fieramente humano” del que habla Blas de Otero (Esto es ser hombre: horror a manos llenas/ Ser –y no ser– eternos, fugitivos./ ¡Ángel con grandes alas de cadenas!).
Mientras que el pequeño ángel caído, Aylan, lo situamos al ladito de Dios (para los de tradición cristiana y también para los de la musulmana). Un niño pequeño muerto ya, besando la tierra y llorado por su padre. Y al mismo tiempo acogido por el Padre nuestro.
Mi propia jaculatoria hoy ante Aylan: ¡Que te acunen en el mar, las olas que fuiste a ver! Y que ellas nos lo devuelvan. Para recogerte en mil rostros. Para no quedarnos siempre a la orilla de la vida. Sino descalzos para encontrarte en los pobres mar adentro.