Las personas más cercanas a mí saben que, últimamente, además de mis temas bíblicos también estoy investigando sobre los abusos de poder y de conciencia. Este es el motivo por el que una carmelita amiga mía me envió el otro día una parte de las actas del proceso de beatificación y canonización de Santa Teresita de Lisieux. Una de las hermanas del convento atestigua la situación que había generado una monja muy conflictiva. Hoy diríamos que era una narcisista patológica. Se había hecho con el dominio de la comunidad siendo priora y maestra de novicias varias veces, algunas incluso de manera simultánea. De distintas maneras, dominaba a toda la comunidad, a la que hacía girar en torno a sus gustos, sus deseos, sus fobias y sus filias. Así, todas iban asumiendo que era mejor adaptarse a la situación que enfrentarse a ella.
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En el testimonio, que firman varias hermanas confirmando su veracidad, se reconoce que la situación era conocida por varios sacerdotes que acompañaban a la comunidad, pero estos les habían recomendado no decir nada para evitar el escándalo. Era más importante conservar la buena imagen de cara a fuera, porque, además, la monja en cuestión tenía muy buena fama, por lo que nadie creería lo negativo que dijeran de ella. La ‘cultura del encubrimiento’, que tanto denuncia el papa Francisco en el caso de los abusos sexuales, ya estaba presente desde antiguo, al menos en ese convento francés del s. XIX. Quizá alguien que lea pensará que este tipo de cosas solo suceden en el seno de la Iglesia o a otras personas, pero me temo que en esta cuestión tampoco tengo claro que haya demasiados “libres de pecado” capaces de lanzar la primera piedra.
Ocultar dinámicas abusivas
Tras los muros de las casas, de las oficinas, de los puestos de trabajo o de los vecindarios, seguimos teniendo cierta tendencia a ocultar ciertas dinámicas abusivas. Un falso respeto a los demás nos puede llevar al silencio cómplice, y nos quedamos tranquilos considerando ciertas situaciones como un problema ajeno en el que no conviene meterse, vaya a ser que salgas malparado. Como sucedía en el convento de Sta. Teresita, en nombre de la caridad, de la humildad, de la prudencia o de la conveniencia, preferimos ocultar las miserias propias y ajenas, aunque esto conlleve obviar mucho sufrimiento inocente y secundar mucho comportamiento no ético.
¿Quién está libre de haber preferido callar a denunciar una injusticia para esquivar los problemas que se iban a generar? ¿Quién es inocente de no justificar esta dinámica de ocultamiento en nombre de la humildad o la caridad mal entendida? ¿Acaso no hemos mirado a otro lado para evitar tomar postura? ¿No es cierto que, con frecuencia, ni caemos en la cuenta porque no nos afecta directamente? No estamos libres del miedo que genera el escándalo, que hablen mal de nosotros o que nos critiquen malinterpretando nuestras acciones. Con todo, seguimos a Aquel al que llamaron “comilón y borracho”, que escandalizaba con sus compañías (cf. Mt 11,19) y cuyas denuncias le hicieron entregar la vida por amor en una cruz. Y es que, aunque nos cueste en la práctica, amar y denunciar son las dos caras de una misma moneda.