El milagro del nacimiento no puede tener lugar sin que el cuerpo de la mujer se convierta en un útero acogedor y protector hasta que se alumbra. En momentos cruciales, la mujer que da a luz recibe el apoyo de otras mujeres. De su madre, de sus hermanas, de las amigas o de las vecinas. La matrona es una mujer.
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La feminidad es generativa y mayéutica. El comienzo de la vida se hace posible tocando el vientre con las manos, dando abrazos, animando con las voces, los cantos, las oraciones y los gestos. Es, en definitiva, demostraciones del cuidado femenino. Y así se repite en todas las culturas a lo largo de todos los tiempos.
La historia de la Salvación comienza así, a partir de una encarnación, del paso por la puerta estrecha del cuerpo de una mujer y desde la ternura de la delicadeza materna. Quizás por la misma razón, como dice el dicho de una isla de Guinea Bissau, “las cosas de la muerte son cosas de las mujeres”.
La mujer recibe el misterio
Y también, en la historia de la Salvación están las mujeres que cuidan de Jesús cuando va a morir (Verónica que enjuga su rostro camino del Calvario), le acompañan fielmente en su vía crucis, le esperan al pie de la cruz (las tres Marías), lloran sobre su cadáver (como vemos en la rica iconografía del lamento sobre Cristo muerto, de Giotto a Mantegna), asisten a su sepultura y reciben el anuncio de la resurrección del ángel.
Las mujeres dan testimonio y anuncian el milagro de la salvación, que es para todos: nacimiento, muerte y resurrección como pasos de un solo camino, donde la muerte es un puente entre la vida mortal, en el tiempo, y la vida inmortal, en la eternidad. Es a las mujeres a las que se les entrega este misterio; son ellas quienes lo atesoran con su capacidad de generar y dejar partir, confiando a la vida el fruto de su vientre.
Una dimensión teológica que une el cuerpo y el soplo del espíritu, la tierra y el cielo, el principio y el fin y lo eterno en un único y gran camino de Salvación. Hay muchos interrogantes abiertos aún sobre este Misterio.
Un viaje solos
En todas las culturas, el misterio de la muerte, del tránsito, siempre ha estado en el centro de una elaboración cultural colectiva. Pero, a partir de la modernidad, -que ha convertido en líquida esta cultura hasta hacerla pasar por infantilismo y superstición-, fracasa el marco de sentido dentro del cual interpretar y reelaborar esta dimensión ineludible de la existencia.
Entre otros, lo escribió el sociólogo alemán Norbert Elias en La soledad de los moribundos: en sociedades que se definen como avanzadas, la gente enferma, envejece y muere cada vez más sola, aislada de la comunidad, en centros especializados que medicalizan el fin de la existencia. Así, se aleja a los enfermos y a los ancianos de la mirada ajena, dejándolos a merced de la angustia. Una situación que la llegada del coronavirus ha acentuado aún más.
Es la dimensión del rito la que falla, esa forma particular de acción social colectiva cuya etimología está enraizada en la idea de orden, correspondencia y vínculo. El rito produce significado al vincular cielo y tierra, -lo inmanente y lo trascendente-, y dentro de esta alianza crea las condiciones para un vínculo más profundo entre las personas.
Es un lenguaje que habla a través de elementos sensibles (el cuerpo, los símbolos), donde todo significa por sí mismo y más que sí mismo; una secuencia de gestos que conectan a la comunidad y a las generaciones en una historia compartida que persiste más allá de lo pasajero. Tal y como se llega al mundo gracias a los demás y con los demás, también la muerte debe ser acompañada. Sobre todo, son las mujeres las que presiden estos momentos de transición y transmutación.
Los ritos funerarios son ritos de paso y acompañamiento al tránsito, caracterizados por la triple estructura de separación/margen/agregación. Velar a los difuntos para procesar el desprendimiento, el rito de acompañamiento al entierro o las oraciones por las almas de los difuntos que pueden velar por los vivos desde su nueva condición, son parte de este esquema que organiza la vida social en sus momentos más cruciales.
Pero también todas las costumbres que refuerzan el vínculo entre el mundo de los muertos y el de los vivos, como las presentes en muchas regiones de Italia donde se pone la mesa para los muertos en los días de noviembre dedicados a su memoria, se cocinan sus platos favoritos y se comparten recuerdos con el fin de mantener viva su presencia a lo largo de generaciones.
De esta forma, la muerte, que es también abismo y misterio, puede formar parte de nuestra vida cotidiana como un espacio de sentido. Es la invitación de la poetisa Mariangela Gualtieri: “Haz familiar la muerte viviendo en ella”. Los rituales son lenguajes para habitar la muerte, para familiarizarnos con ella, para transformar la herida de la muerte en un nuevo vínculo entre el cielo y la tierra, que también refuerza el vínculo entre los que quedan.
La muerte como parte de la vida
Cristina Campo habla en uno de sus poemas de este intenso y misterioso vínculo: “Nunca rezo por los muertos, rezo a los muertos. La infinita sabiduría y clemencia de sus rostros: ¿cómo se puede pensar que todavía nos necesitan? A cada amigo que se va, le hablo de un amigo que se queda; a esa cortesía infinita sin arrugas le asigno un rostro aquí abajo, torturado, oscilante”.
La secularización ha derrumbado el marco de sentido que conecta la muerte con la resurrección, mientras que la individualización nos ha dejado solos para afrontar el momento del desapego, que se convierte en un fin, una nadificación, un disolverse de lo que se ha sido.
Banalizar el rito, vaciarlo o ridiculizarlo significa privar al individuo de un apoyo colectivo y de un horizonte de sentido, dejándolo solo consigo mismo, aplastado por la angustia y mudo, sin esperanza ante la muerte. La eliminación del rito nos impide ver que la vida no es la vida real si lo que se pretende es eliminar la muerte de su horizonte porque es una presencia incómoda. La vida es real si la muerte se asume como parte de la misma.
Dos milagros, una paradoja
A los “vivos” también se les llama “mortales”. Nuestra existencia se desarrolla entre el momento del nacimiento y el de la muerte, “nuestra hermana muerte corporal de la que ningún hombre vivo puede escapar”, como escribió San Francisco.
Nacimiento y muerte son dos milagros conectados. Son dos signos que siguen despertando asombro, estupor y turbación. Son dos rupturas de lo inaudito en la repetición de nuestra existencia que la transforman irreversiblemente. Son dos símbolos, dos momentos de una historia más grande, llena de misterio y esperanza para todos.
Si no hubiera vínculo, ni siquiera el milagro de la transformación de la muerte en vida, sería posible: padres que desde la pérdida de un hijo inician un viaje de renacimiento haciendo algo por los demás; traumas que, en lugar de destruir, abren una posibilidad de existencia sin precedentes; y vidas donde haberlo perdido todo inaugura un nuevo paso y abre un horizonte de plenitud.
Por tanto, no debemos pensar en la vida y en la muerte como contrarios. Su vínculo es paradójico, no responde a la lógica ni principio de no contradicción. El Evangelio nos lo revela (quien esté dispuesto a perder la vida la encontrará) y también nos lo revela nuestro tiempo, cargado de dolor y muerte, sufrimiento y angustia, pero en el que también florece mucha humanidad, mucha resiliencia alimentada por el cuidado y la dedicación a los enfermos y a los más frágiles.
Alguien ha perdido la vida, pero paradójicamente la ha salvado, la ha completado, tiene un sentido que no termina con la muerte del cuerpo, sino que permanece como una promesa de plenitud en la que otros pueden confiar. Un signo que nutre la vida.
Paradójicamente, este momento en el que la muerte no se puede eliminar, cuando todos los días desayunamos con datos de contagios y muertes, es un momento para la revelación de una verdad sobre la vida. Etty Hillesum lo escribió en su Diario: “Ahora sé que la vida y la muerte están estrechamente ligadas entre sí”.
Dos caras de una misma realidad que nos hermanan a todos en un destino común. Si concebimos la muerte como una hermana y no como un enemigo, nuestra perspectiva de la vida cambia. Si las dos van de la mano, y si el vínculo no es de exclusión, sino de unión paradójica, es posible un cambio de perspectiva, especialmente cuando la muerte se hace notar más, como ahora.
Mientras tanto, desde el ángulo de la muerte, la vida no aparece como un hecho, sino como un regalo. Como condición de transformación, de ese dinamismo que pasa por la muerte para afirmar la vida (solo el grano que muere da fruto). “¡Muere y conviértete!”, escribió Wolfgang Goethe. Y Rainer Maria Rilke afirmó: “La gran muerte que cada uno tiene en sí mismo / Es el fruto en torno al que todo cambia”.
La muerte no puede ser excluida
Mientras que considerar la muerte desde el punto de vista de la vida genera angustia, considerar la vida desde el punto de vista de la muerte nos hace ver más vida, le da una nueva amplitud a nuestra existencia que, con demasiada frecuencia, está aplastada en un horizonte de urgencia e inmanencia, es monocroma y apagada. Como en los versos de Patrizia Valduga: “Señor, dale a cada uno su muerte, de todo ello revertido por la vida; pero danos la vida antes de la muerte, en esta muerte que llamamos vida”.
Hay una vida mortal y hay una muerte vital. Separarlas y quitar la muerte, contrariamente a lo que hemos creído, no es bueno para la vida. El científico y filósofo jesuita Teilhard De Chardin lo expresó así: “La muerte es responsable de practicar, incluso en lo más profundo de nosotros mismos, la apertura necesaria”.
Y Etty Hillesum también lo reconoce en su diario: “La posibilidad de la muerte se ha integrado perfectamente en mi vida y la hace más vasta precisamente por eso. Porque, he aceptado el fin como parte de mí misma. Casi parece una paradoja: si se excluye la muerte, nunca se tiene una vida completa; y si la aceptas en tu vida, esta última se expande y se enriquece”.
Ahora que la muerte no puede ser excluida, que nuestros delirios de omnipotencia han sufrido un revés, que hemos entendido que estamos todos unidos (hizo falta un virus para darnos cuenta) y que necesitamos encontrar juntos un sentido, quizás podamos echar un nuevo vistazo a la vida. Y aprender el movimiento que propone Cristina Campo en uno de sus versos: “Con corazón liviano y con manos livianas, la vida toma y la vida deja”.
*Artículo original publicado en el número de abril de 2021 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva