Los católicos estamos llamados a permear con el evangelio todos los aspectos de nuestra vida, tratando primero de vivir la transformación que ha provocado nuestro encuentro personal con Jesucristo, y después esforzándonos por llevar esa transformación a todas las realidades de la convivencia humana.
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La expectativa social hacia quien habla de esta manera es la actuación desde la pureza, desde la perfección entendida como reduccionismo moralista; desde la congruencia absoluta en el decir y el hacer.
El refugio opuesto es la actitud del cínico, quien se declara incapaz de vivir congruentemente, “pecador estándar”, que extiende esa incapacidad a todas las personas y se siente justificado por esa simple declaración. La realidad es que el trigo y la cizaña crecen en cada corazón, el tuyo y el mío, y ello implica abordar la convivencia desde nuestra fragilidad existencial.
Las tentaciones sociales
Nuestras tentaciones pueden tomar muchos aspectos, pero todas se reducen a “tres tentaciones” y, más fundamentalmente, a una: la de establecer una “dicotomía” y, a partir de ahí, hacer que optemos por un falso “reduccionismo […] relativo a uno de los términos de la oposición mal puesta”[1].
Nuestra convivencia secular esta plagada de oposiciones exacerbadas y falsamente reducidas a uno de sus términos. Así tenemos por ejemplo, en el ámbito económico, la oposición entre mérito y gratuidad. El mérito que se exige como paradigma exclusivo de la competencia en el mercado y la gratuidad reducida a altruismo que muy poco tiene que ver con la economía.
En el ámbito social, la oposición entre razón y emoción. Entre la comprensión científica de la realidad como criterio exclusivo para poder intervenir en ella (objetivismo), y lo que siento al conocerla como pauta única para su transformación (emotivismo / subjetivismo).
En el ámbito político, la ya añeja oposición entre lo individual y lo comunitario. Entre la libertad para gestionar mi legítimo interés personal y la intervención del estado para gestionar el indiscutible beneficio de todos.
No hacerle juego al populismo
Los mexicanos, junto con nuestros hermanos latinoamericanos y muchos ciudadanos del mundo, estamos padeciendo tanto por la derecha como por la izquierda, la embestida del populismo. La simplificación de la realidad que este mecanismo político plantea reduciéndola a uno de sus polos, y la supuesta facilidad con la que promete resolver los problemas de nuestra convivencia, junto con la deslegitimación y descalificación absoluta de todos los que no se pliegan reverentemente a los designios del líder, marca sin duda alguna los signos de los tiempos.
La forma en la que muchos católicos abordan esta circunstancia, haciéndole el juego “sin querer queriendo” al populista, es defendiendo con fuerza exclusivamente el núcleo de verdad del polo en el que se encuentran. El mensaje que reciben quienes apoyan al populista, entre quienes también se encuentran católicos practicantes y comprometidos, es el de la negación sistemática del núcleo de verdad que ellos postulan, con lo cual la espiral de polarización, confrontación y radicalización crece día con día.
La oposición abre un camino, un camino por recorrer. […] Romano Guardini […] habló de una oposición polar en la que los dos opuestos no son anulados. Ni siquiera sucede que un polo destruya al otro. No hay contradicción ni identidad [2].
La democracia es un mecanismo que está diseñado para definir y gestionar las oposiciones en nuestra convivencia civil. Los ciudadanos se organizan en torno a los partidos que, como su nombre lo indica, parten a la sociedad postulando una serie de ideas que constituyen su núcleo de verdad.
En tanto miembros de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, los católicos estamos llamados a renovar la antigua práctica de la sinodalidad, sobre la forma de ejercer la autoridad, los procesos de participación, escucha y camino conjunto. No se trata tanto de forjar un acuerdo, sino de reconocer, valorar y reconciliar las diferencias en un plano superior donde cada una pueda mantener lo mejor de sí misma.
Entre democracia y sinodalidad
En democracia lo que predomina antes de las elecciones es la competencia, y después de ellas, la voz de las mayorías. En sinodalidad lo importante antes y después de las decisiones, es que las distintas posiciones, aún las minoritarias de un lado o del otro, sean tomadas en cuenta.
Esto es lo que sucede en la música: con las siete notas musicales con sus altos y bajos se crea una sinfonía mayor, capaz de articular las particularidades de cada una. Ahí reside su belleza: la armonía que resulta puede ser compleja, rica e inesperada. En la Iglesia, es el Espíritu Santo quien provoca esa armonía.[3]
La oposición polar para los ciudadanos católicos está planteada entre democracia y sinodalidad.
Para él, la oposición se resuelve en un plano superior. En esa solución, sin embargo, la tensión polar permanece. La tensión permanece, no se cancela. Los límites deben ser superados no negándolos. Las oposiciones ayudan. La vida humana está estructurada en forma de oposición. Y eso es lo que sucede ahora también en la Iglesia. Las tensiones no necesariamente deben resolverse y aprobarse, no son como contradicciones.[4]
El plano superior donde se resuelven estas oposiciones es el bien de la comunión.
Contemplar el problema del bien común […] en referencia a la estructura dinámica del amor y de la comunión en el bien, es decisivo para superar una concepción meramente económica, política o jurídica del bien común […]. Cada persona y cada comunidad encuentran el significado pleno de su libre actuar solo si reconocen el bien que provoca y da sentido a su acción. Y ese es el bien de la comunión. No es una cuestión de simple eficacia lo que está al origen de la vida social, sino una vocación, la llamada a una plenitud que solos no podemos alcanzar, que nos interpela e invita a construir una comunión, en la que se realiza el bien de la persona. La comunión, que aparece como fin último de nuestro actuar, está originada además en una comunión previa, en una comunicación en el bien que se nos presenta como don originario y promesa de cumplimiento que suscita y provoca nuestro actuar.[5] “[…] que todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado”.[6]
Los tres elementos de la Doctrina Social de la Iglesia
La herramienta de los católicos para gestionar las oposiciones es la Doctrina Social de la Iglesia (DSI); sus principios de actuación y su actualización permanente en la lectura de los signos de los tiempos. Por ello, propongo construir la comunión desde la DSI a partir de tres elementos:
Primero: Un liderazgo para que, desde los distintos ámbitos de responsabilidad del desarrollo humano integral: la Persona, la Familia, la Empresa, la Iglesia, la Sociedad Civil y el Gobierno, hagamos un esfuerzo real y contracorriente para conformar la sinodalidad; para descubrir el núcleo de verdad que hay en la postura del otro. Que mediante el diálogo, el discernimiento constante y desde la propia identidad, busquemos el trigo que crece en su corazón y que al mismo tiempo, con la sagacidad de la serpiente y la sencillez de la paloma, puesto que somos enviados como corderos en medio de lobos, evitemos el corte de cizaña y dejemos esa tarea para los cegadores al final de los tiempos.
Segundo: Un liderazgo con el que, habiendo identificado a partir del encuentro y el diálogo el núcleo de verdad que subyace en la postura del otro, seamos capaces de gestionar las tensiones entre ese núcleo y el de nuestra propia postura. Tensiones que, como hemos observado, no se pueden resolver sino solo gestionar para garantizar que los polos opuestos encuentren una conciliación superior sin ser anulados.
Tercero: Un liderazgo que incorpore más rápido a la mujer en todos los ámbitos de gestión de lo humano. No por una cuota políticamente correcta, sino por una convicción antropológica enraizada en la revelación: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza (…), creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó”.[7] Hay núcleos de verdad que son imperceptibles a los ojos del varón, las tensiones solo son gestionables a plenitud si incorporan la visión de la mujer, por lo que somos del principio.
La gran tensión es la que se da entre gracia y pecado, entre la invitación de Cristo a seguirle con el Espíritu Santo que habita en nosotros, y la decisión libre que a veces tomamos para expulsarlo, cuando escuchamos las murmuraciones del maligno.
Finalmente, y para superar la tentación de creer que podemos ser los protagonistas, hay que tener presente que todas las tensiones humanas se resuelven en el plano superior que constituye la persona de Jesucristo, el ágape amor eterno, el logos verdad absoluta.
Así podremos ser católicos que participen eficazmente en política, construyendo puentes que superen las ideologías polarizantes en las que el mundo quiere arrinconarnos.
Escrito por Alejandro Pellico Villar. Empresario asesor especialista en gestión de bien común. Miembro de la junta de gobierno de la Universidad InterContinental (UIC) en Ciudad de México, de la UPAEP en Puebla,México y de la Academia de Líderes Católicos.
NOTAS
[1] Borghesi, Mario. “El catolicismo como síntesis de las antinomias, Fuentes del pensamiento de Jorge Mario Bergoglio”. I Post diplomado ‘Doctrina Social de la Iglesia y Compromiso Político en América Latina’. Cuidad del Vaticano, marzo 2019
[2] Ídem
[3] Ivereigh Austen. “Soñemos juntos. El camino a un futuro mejor. Papa Francisco. Conversaciones con Austen Ivereigh”. P. 84-85. Penguin Random House Grupo Editorial. Diciembre 2020
[4] Ídem 1
[5] Ballesteros M., Jaime. “Del bien común al bien de la comunión”. Segunda parte, I. P. 298-299. La doctrina social de la Iglesia, Estudios a la luz de la encíclica Caritas in Veritate. Rafael Rubio de Urquía y Juan José Pérez Soba, Editores. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid 2014.
[6] Jn 17:21
[7] Gn 1:26-27