Muchos han hablado de la crisis de la mitad de la vida, sus síntomas, sus dolores y cómo transitar por ella sin naufragar. Sin embargo, pocos han hablado del gran regalo que puede traer entre manos este proceso vital. La también llamada “crisis del alma”, donde se declara una lucha espiritual profunda para liberarse de la prisión del ego para ser fiel a su creación singular, es una verdadera encrucijada donde solo tienes dos caminos: seguir de largo por donde siempre has recorrido (con sus comodidades y los sufrimientos de nuestro niño/a herido/a) o bien experimentar un viraje fundamental en el modo de relacionarte contigo, con los demás y con el mundo que te lleve a la libertad y a la verdadera realización personal.
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Es este lugar y momento de la vida donde se juega el destino de cada subjetividad; o seguimos cargando nuestras “trancas”, heridas y enfermedades producto de la inseguridad y las compensaciones con que las intentamos tratar o giramos hacia el camino de la salud, de la liberación y del florecimiento como ser humano aportando a los demás. El dilema es trascendental, ya que no sólo nos jugamos la salud física y mental a nivel individual; también aquí radica la diferencia entre construir cielos o infiernos en vida y nuestra evolución espiritual.
Un poco más atrás
Cada persona, con su diversidad y singularidad dada por el Creador, se va construyendo a partir de los vínculos y contextos en los que nace, en los cuales se empieza a acomodar lo mejor que puede para sentirse bienvenido y amado en su modo único de ser, sentir y pensar. Algunas relaciones son muy nutritivas y fecundas y otros más bien tóxicas e incluso patológicas a nivel bio-psico-espiritual. Nadie queda libre de ser herido en su seguridad personal y nos pasamos la primera mitad de la vida “gastándonos” todo para poder detener esta hemorragia espiritual que creemos controlada. Todo este proceso ocurre en la inconsciencia total, creyéndonos libres de todo nuestro pasado y capaces de “dominar” el mundo a nuestra voluntad. Sin embargo, una enfermedad, una crisis laboral o vocacional, un fracaso, un error, una caída, un cambio político, social, climático, o cualquier “gota” de la vida, rebalsa el vaso de nuestra omnipotencia y empezamos a desbordarnos de angustia, confusión y soledad. No sabemos bien lo que nos sucede, nos avergonzamos de compartir con otros nuestro autodesprecio e insatisfacción y el proceso sigue su curso ensanchándose el cauce con el miedo, la culpa y la incertidumbre existencial.
El llamado de Jesús
Sígueme. Pero, maestro ¿dónde vives? Ven y Verás. Este diálogo es el que todos tenemos al experimentar la crisis de la mitad de la vida. Se nos aparece el Señor en medio de nuestra cotidianeidad, nos invita a seguirlo para ser realmente libres, plenos y cumplir nuestro verdadero propósito vital, pero surge nuestra duda e inseguridad mundana y no sabemos para dónde doblar. Nos inventamos mil excusas para retardar la respuesta y queremos algunas garantías para dejar todo el pasado atrás. ¿Dónde vives? Es lo más parecido a responderle “ya, ok. Puedo dejar mis caretas atrás, soltar mis apegos, entregar mis seguridades y la vida que conozco, pero por lo menos dime a dónde me llevas y qué me va a pasar”. Sin embargo, su palabra nos deja en la encrucijada más radical; en el viraje fundamental de involucionar o evolucionar. “Ven y verás” no es lo mismo que “ven, yo te ofrezco de ahora en adelante sólo miel sobre hojuelas, tranquilidad y paz”, sino que es más similar a decir: “vamos por donde nos lleve la vida, con sus aciertos y errores, con sus alegrías y dolores, con sus cimas y simas, pero ahora irás conmigo y nada te va a faltar”. Es un salto al vacío, un paso cuántico frente al paradigma en que nos movemos, pero la única posibilidad para florecer y dar frutos en abundancia para nosotros mismos y la comunidad.
El viraje es sin retorno
Una vez que podemos ir dando pequeños pasos de cambiar nuestra autopercepción y comenzar a sentir y gustar el amor de Dios con, en y para nosotros, ya no podemos volver atrás. Respirar la verdadera libertad de ser y hacer conforme a Su voluntad y ya no la nuestra, haciendo que el Amor conduzca nuestras decisiones, opciones, acciones y operaciones es tan fascinante que –aunque aparezcan tentaciones de regresar– no podemos volver atrás. Ya hemos sentido y gustado lo que significa abrir los brazos sin miedo, hemos empezado a contemplar la vida en su profundidad y anchura, hemos comprendido de qué se trata vivir en realidad y nos vamos liberando de ropajes que sólo nos hacían bulto y los estamos poniendo en su lugar. Hemos comenzado a sentir cómo nuestras células del cuerpo y del alma se empiezan a hinchar de vida, de energía sana y eterna que nadie nos puede arrebatar. Hemos empezado a transitar por una antesala del cielo y “venderemos” todo lo que tengamos para permanecer en ese lugar. Dejamos así de limosnear amor porque vivimos con “El Amor”; dejamos de querer el control, porque confiamos en la Providencia y voluntad de Dios; dejamos de dudar de nosotros mismos y nuestro valor porque experimentamos el abrazo del Señor en cada respiración; dejamos de acaparar bienes porque sabemos que todo le pertenece a Dios y nos limitamos a cuidar y administrar bien lo que nos encomendó dándole a todos en la más justa proporción; dejamos de buscar reconocimiento a través del poder, la belleza o cualquier otro engaño mundano, porque tenemos en la vista la mirada amorosa e incondicional del Señor; dejamos de sentirnos enfermos, frágiles y temerosos de la muerte, porque incluso ella misma es un pasaje directo a su corazón.
Un proceso, pero no la culminación
Llegar a este punto del camino no puede confundirse con el término de la incertidumbre y el dolor propio de la vida encarnada. Tomar el camino al que nos invita Jesús no nos exime de la experiencia humana que Él mismo vivió, pero la enfrentamos desde un lugar de paz y libertad interior que no tiene parangón. Hemos descubierto un tesoro interno de donde mana fortaleza para atravesar cualquier aflicción desde la certeza de ser amados, valiosos, protegidos y cuidados por el Amor. El alma de cada uno de nosotros, que había vagabundeado por el mundo intentando parchar la herida inicial que la rompió, vuelve al hogar donde sabe puede desplegarse sin temor, brillando con su mejor versión. El alma ha comenzado su proceso de sanación; ha vuelto a la vida verdadera y ahora tiene que ocupar su segunda mitad en consolidar este proceso y en el camino contarles a otros lo que le pasó. Bendita crisis del alma que nos permite volver a Dios.