Recientemente, se ha creado una fundación internacional cuya misión es avalar en su web qué cursos, en materia afectivo-sexual, se ajustan al magisterio de la Iglesia católica. Su objetivo no es crear cursos o proyectos, ni tampoco se presenta como una selección de las mejores prácticas, sino que busca discriminar todos aquellos cursos afectivo-sexuales que cumplan dicho magisterio. No se aclara quién va a juzgarlo ni los criterios de evaluación, tampoco si se puede recurrir la lista que publiquen.
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Aunque al comienzo se decía tener el apoyo expreso del Dicasterio de Laicos, Familia y Vida, en estos momentos parece en revisión. Si esa agencia auditora tuviese ese poder, parecería que no basta con que un curso de educación afectivo-sexual sea impartido por una institución católica como una universidad, un colegio o un centro de orientación familiar de una diócesis, sino que, además, debería pasar un examen para obtener ese sello de “verdaderamente católico”. De ese modo, un obispo puede encontrarse con que el curso que ofrece desde su diócesis no obtiene el permiso de catolicidad de dicha agencia.
También se podría aplicar la misma lógica a la catequesis de confirmación, a los cursos prematrimoniales o, incluso, a todo el conjunto de actividades de la pastoral. Lo que funcionaría como una agencia calificadora, que pretende establecer qué es católico y qué no, más bien, parece un retorno al hipercontrol y el rigorismo doctrinal que va en la dirección contraria al espíritu de Amoris laetitia.
Lejos de la sinodalidad
Me inclino por pensar que una agencia de acreditación de la catolicidad de los cursos de educación afectivo-sexual es una idea alejada de la sinodalidad. Esa línea sería imponer un organismo opaco, exterior y totalmente vertical, ajeno al pluralismo del conjunto de la Iglesia, para evaluar y acreditar qué es católico y qué no.