Fernando Vidal
Director de la Cátedra Amoris Laetitia

Afganistán y las guerras del opio del siglo XXI


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El bien más urgente en la crisis de Afganistán es la esperanza. No solamente hay que acoger al exilio afgano, sino que hay que superar la depresión internacional que supone que aquel país caiga bajo la más oscura tiranía, tras veinte años de lucha internacional para su democratización. Necesitamos gestores de ayuda, pero sobre todo líderes de esperanza que nos abran caminos que encaucen nuestra confianza y compromisos.



En primer lugar, debemos comprender que Afganistán no está lejos, sino que es un terremoto geoestratégico de primera magnitud. A Europa le cuesta ver cuánto se está jugando en la caída de Afganistán. No es solamente una tragedia humanitaria y un golpe catastrófico contra la democracia global, sino que es un impulso brutal a la Guerra Mundial que está librándose contra el yihadismo. Dicha guerra tiene dos frentes: el primero en forma de agravamiento de la crisis de opiáceos que ya sufre Occidente y el segundo será resultado de la sobrefinanciación de los grupos terroristas. La toma talibán de Kabul va a tener ese doble efecto inmediato: inundar las calles de Occidente de heroína y otros derivados toxicológicos, y una financiación ilimitada para el yihadismo en el mundo. La Operación Libertad Duradera tiene un nombre que este año 2021 se ha convertido en un sarcasmo.

El poder del narcotráfico

Estados Unidos sentenció su derrota cuando perdió el Valle del Helmand, donde se produce el 45% del opio del mundo. Desde 2001 desplegó la operación Tempestad de Acero para bombardear las factorías de heroína e invirtió en ello más de mil quinientos millones de dólares que no solamente no lograron su objetivo, sino que se puede constatar que la industria opiácea no ha cesado de crecer. Los talibanes no han estado solos, sino que fuentes externas les han ayudado decididamente a hacer una industria más sofisticada, con márgenes de beneficio superiores al 99%. Como el 60% de la financiación de los talibanes procede del narcotráfico, han dispuesto de fondos sin límites para tejer todavía más profundamente sus redes clientelares por todo el país, corromper a las autoridades legítimas y armarse hasta los dientes. Y su principal estrategia es una guerra del opio en pleno siglo XXI.

Las generaciones mayores de cincuenta años tienen memoria del impacto de la guerra del opio en Occidente. Cuando hace cuarenta años los suburbios de nuestras ciudades eran recorridos por personas esqueléticas con brazos y piernas agujereadas por las jeringuillas de la heroína, pocos se daban cuenta que formaba parte de una guerra estratégica en la que Occidente fue inundado de droga. De modo similar a las Guerras del Opio de mitad del siglo XIX en las que Inglaterra trataba de debilitar y deprimir a la sociedad china impulsando el tráfico de drogas, también en la década de los 70 y 80 las sociedades occidentales fueron inundadas de drogas cuando la Asia comunista abrió el Triángulo de Oro del Mekong (donde se unen las fronteras de Laos, Myammar y Tailandia) para que la heroína llegara no solamente a los combatientes americanos en Vietnam, sino a todo el mundo occidental. Hubo cientos de miles de muertos por toxicomanías en Occidente –más que en la Guerra de Vietnam- provocados por sobredosis, los extremos desgastes de esos cuerpos enflaquecidos que veíamos y muchos otros años después en forma de cáncer y otras patologías. La crisis de opiáceos de los años 70-80 fue una guerra social y fue quizás el principal frente de una guerra internacional.

 Scaled

Afganistán, un narcoestado

Dos generaciones más tarde, nos encontramos en otra crisis de opiáceos que no hará sino aumentar. La guerra de los talibanes se libraba no solo en su país, sino en Norteamérica y Europa. Las exportaciones de heroína no han dejado de batir récords en los últimos años. En 2019, Reino Unido incautó 1,3 toneladas entrando en el país, el mayor alijo de la historia. Desde 2015 en una crisis de opiáceos tan grande que la Casa Blanca declaró en 2017 la emergencia nacional de salud pública. Las muertes por sobredosis ya son la primera causa de muerte en Estados Unidos. La Guerra con los Talibanes no ha terminado, ahora se jugará en los territorios de Occidente y con una estrategia que ya hemos sufrido.

Afganistán es un narcoestado: un tercio de su PIB procede del opio. La retirada occidental de Afganistán no ha hecho sino aumentar exponencialmente su producción. Actualmente se producen diez mil toneladas de opio, el doble que en 2016, y más baratas que nunca. La inmensa mayor parte se produce en el Valle del río Helmand, fronterizo con Pakistán. Además, la producción se ha modernizado, es una industria cada vez más sofisticada. Actualmente cuenta con numerosos laboratorios de cristal que evitan tener que desplazar el opio a otros países para que sea manufacturado. También ha habido una revolución energética: en pocos años, se han instalado 67.000 granjas solares para abastecer las 350.000 hectáreas de plantaciones –cinco veces más extenso que en 2001, cuando había poco más de 74.000 hectáreas-. Ha habido fuertes inversiones tecnológicas para hacer de Afganistán la potencia del opio del mundo. El 95% de la heroína consumida en Europa ya procede de aquel país.

El trágico desastre que sufre Afganistán a cámara lenta va a tener como primeras víctimas a las mujeres, niños y población civil del país, pero muy pronto va a comenzar a hacerse presente un gran número de víctimas en los suburbios de todas las ciudades y zonas rurales de Occidente.

En un contexto de crisis económica que nubla la esperanza en el futuro, polarización política que produce impotencia y un desempleo juvenil por encima del 30%, se ha formado una tormenta perfecta. En este momento en que una toda generación joven se siente perdida, va a llegar a las fronteras de Occidente la mayor cantidad de heroína de la historia y a los precios más baratos. ¿Qué puede hacer más daño a Occidente que matar a sus hijos, que hacer que sus hijos se maten a sí mismos?

Por eso es imprescindible la esperanza, hay que inyectar masivamente esperanza donde, si no, se inyectarán venenos. Esa esperanza no es solamente un canto, sino medidas concretas que permitan desobstruir los caminos de futuro que tienen ante sí los jóvenes: mayor eficacia formativa para el empleo, reducir la precariedad, hacer más accesible la vivienda, reducir la polarización política, expandir la creación artística, aumentar la conciencia solidaria mundial, abrir el corazón a las espiritualidades de la paz. Y eso está en manos de cada uno de nosotros.