El pasado mes de junio, el ministro de Universidades, Manuel Castells, concedió una entrevista al diario ABC en la que consideraba injusto y elitista impedir que los alumnos pasaran de curso con algún suspenso. “El derecho a estudiar no depende de coyunturas y, si en algún momento algunos estudiantes tienen dificultades, hay que darles la oportunidad de que lo puedan reparar y puedan seguir su vida normal”.
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Aun concediendo que el ministro Castells hablara animado por una preocupación legítima por la educación, “abaratarla” de esa manera no parece lo mejor que se puede hacer por los estudiantes.
La predicación de los profetas en la Biblia
El asunto de los suspensos me ha traído a la mente la predicación de los profetas en la Biblia. Como se sabe, los profetas vienen a ser la conciencia viva de la alianza, de la relación entre Dios y su pueblo. Son ellos los encargados de comunicar al pueblo las exigencias de la alianza en cada momento. Así, en determinadas situaciones, ese mensaje profético ha de ser de denuncia y anuncio de juicio. Un mensaje de otro tipo supondría traicionar la alianza, es decir, traicionar tanto a Dios como al pueblo, a los que sirve.
Aunque sea duro y poco simpático, el profeta tendrá que denunciar, como hace, por ejemplo, Amós: “Esto dice el Señor: ‘Por tres crímenes de Judá, y por cuatro, no revocaré mi sentencia: por haber rechazado la Ley del Señor y no haber observado sus preceptos, porque los extraviaron sus ídolos, a los que habían seguido sus padres, enviaré fuego contra Judá para que devore las fortalezas de Jerusalén’” (Am 2,4-5). Dicho en terminología educativa que nosotros entendemos: Judá y Jerusalén están suspendidos, quedan para septiembre.
Evidentemente, al profeta le cuesta “suspender” al pueblo, no le resulta agradable, pero ha de hacerlo para que este pueda cambiar. En Jeremías tenemos probablemente el mejor ejemplo del coste que le supone al profeta el “suspenso” que tiene que dar: “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; has sido más fuerte que yo y me has podido. He sido a diario el hazmerreír, todo el mundo se burlaba de mí. Cuando hablo, tengo que gritar, proclamar violencia y destrucción. La palabra del Señor me ha servido de oprobio y desprecio a diario. Pensé en olvidarme del asunto y dije: ‘No lo recordaré; no volveré a hablar en su nombre’; pero había en mis entrañas como fuego, algo ardiente encerrado en mis huesos. Yo intentaba sofocarlo, y no podía” (Jr 20,7-9).