Como se recordará, en las fallas de este año, un tanto anómalas, porque se han celebrado no solo con restricciones, sino en el mes de septiembre, no en marzo, como corresponde, ha habido una polémica en uno de esos monumentos destinados al fuego. Según parece, a petición de la comunidad musulmana de Valencia, en la falla Duque de Gaeta-Pobla de Farnals (Valencia) se ha indultado la figura de una mezquita y de una media luna.
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Aquí tenemos un caso de evidente incomprensión de lo que significa la fiesta de las fallas: un arte efímero cuyo destino es precisamente ser consumido por el fuego. El fuego fallero no tiene nada de malo, aunque lo que se queme sea lo más “sagrado”.
La ley del talión
Una incomprensión semejante la encontramos en la Biblia en el caso de la ley del talión, de la que ya hemos hablado en este espacio. En efecto, lejos de ser una ley bárbara –como habitualmente se entiende–, la ley del talión surgió precisamente para poner límite a una venganza cuya desmesura –al subir cada vez un peldaño más– no llevaría más que a la destrucción.
Otra incomprensión frecuente en la Biblia tiene que ver con la imagen de Dios, especialmente en el Antiguo Testamento. Suele ser frecuente oír hablar de ese Dios en unos términos que se parecen bastante a lo que pensaba Marción: un Dios cruel, vengativo, violento… Pero el Dios veterotestamentario es también amor entrañable, como se desprende de muchos textos, entre otros este: “Sion decía: ‘Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado’. ¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré. Mira, te llevo tatuada en mis palmas, tus muros están siempre ante mí” (Is 49,14-16).
O este otro del mismo profeta: “Quien te desposa es tu Hacedor: su nombre es ‘Señor todopoderoso’. Tu libertador es el Santo de Israel: se llama ‘Dios de toda la tierra’. Como a mujer abandonada y abatida te llama el Señor; como a esposa de juventud, repudiada –dice tu Dios–. Por un instante te abandoné, pero con gran cariño te reuniré. En un arrebato de ira, por un instante te escondí mi rostro, pero con amor eterno te quiero –dice el Señor, tu libertador–” (Is 54,5-8).