Las videoconferencias nos cansan por su abuso durante la pandemia, pero también conlleva efectos agotadores: estar todo el tiempo visible en primer plano, el esfuerzo de interpretación de gestos, malentendidos, la extraña lejanía cuando es grupal, etc. Es una herramienta que agiliza algunas reuniones, economiza, complementa cuando hay relaciones muy asentadas –como las videoconferencias con familiares lejanos–, etc. Pero también agota, nos distraemos fácilmente, con frecuencia se intenta compatibilizar con otra actividad, la pantalla se convierte en barrera.
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Las pantallas fragmentan lo grupal
Llamamos Comunicación Azul a aquellos mensajes y signos que solo percibimos si estamos inmersos en presencia del otro. Nuestro cuerpo comunica permanentemente, no solo por la palabra y el gesto facial o las manos, que es lo que se ve en las pantallas de las videoconferencias, sino que comunicamos cinéticamente –con el movimiento de todo nuestro cuerpo–, posicionalmente –en la distancia con los demás– y es crucial la comunicación táctil –el abrazo, el contacto, dar la mano, la caricia–. El propio silencio comunica y solo puede ser bien interpretado cuando estamos presentes corporalmente. Las dinámicas grupales son muy complicadas: físicamente todo grupo es muy dinámico, los cuerpos van componiendo geometrías entre todos, la improvisación es muy rápida, las miradas, gestos y posturas corporales son fundamentales para la complicidad grupal. Las pantallas fragmentan lo grupal. Todo eso está ausente en la virtualidad.
Se denomina comunicación azul en referencia al mar. En una pantalla podemos ver el mar, oír sus olas, captar su color, incluso podríamos oler con máquinas de aromas, pero no podemos mojarnos en ese mar. Uno solo capta plenamente el mar cuando se sumerge en él. Lo mismo en la comunicación interpersonal: solo cuando nos encontramos plenamente en un mismo espacio con el otro, podemos percibirlo plenamente. Necesitamos encontrarnos con los otros como nos sumergimos en el azul del mar.