Iba caminando por el Parque del Retiro en Madrid. Para quien no lo conozca, no solo es un amplísimo espacio para respirar (aquello de ser uno de los pulmones de la ciudad), sino que desde el 25 de julio de 2021 es reconocido, junto al Paseo del Prado, como Patrimonio Mundial de la UNESCO, bajo el nombre de “Paisaje de la Luz”.
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Me sorprende el modo de nombrarlo. Quizá porque la Luz, por sí misma, me evoca resonancias positivas, sensaciones de tranquilidad, seguridad, positividad. Al menos para mí, “Paisaje de La Luz” me lleva espontáneamente a un sentido interior, espiritual.
Y me sorprende también porque no es un entorno natural espectacular, de esos que te cortan el aliento al subir una montaña o al adentrarse en un valle; de esos que no podías imaginar que estuvieran ahí, a tu lado, justo detrás de ese árbol o de ese recodo del camino aparentemente anodino y cuando lo descubres solo puedes contemplarlo y agradecerlo sobrecogido. Es más bien un paisaje cultural, es decir, creado por el ser humano a lo largo de los siglos, aunando naturaleza y arte, ciencia, vida cotidiana. Al parecer, es “el primer paseo arbolado dentro de una capital europea, creado en el siglo XVI para ofrecer a los habitantes de Madrid un ámbito espacial que propicie el ocio y el descanso”.
Un paseo
Pues bien, el otro día paseaba por El Retiro, repleto de gente de lo más variado, sin duda atraídos también por la Feria del Libro. Las anchas calzadas están flanqueadas por arboledas y espacios verdes donde la gente se sienta a charlar, donde juegan, leen, descansan… En uno de estos espacios laterales apareció un grupo de hombres y mujeres de distintas edades, entre los 20 y los 80 años. Vestían ropa cómoda, estaban de pie sobre la yerba, descalzos y se movían con tal lentitud que apenas era perceptible. No había una dirección concreta ni mucho menos hacían todos lo mismo: unos con ojos cerrados, otros caminando, otros junto a algún árbol, otros mirando a los caminantes… El aparente desorden, cada cual por su lado, dibujaba una especie de dispersión armónica. Todo en total silencio.
Pues bien, lo primero que me tocó fue el contraste. Era sábado por la tarde, en la inmensidad de El Retiro, lleno de familias, amigos, parejas, bicicletas y bolsas de libros. Y ahí, en medio, de repente, 30 o 40 personas en total silencio y lentitud. Así son las ciudades grandes: los contrastes son más libres y más anónimos, para bien y para mal. Hay sitio para casi todo. Unos nos miramos a otros, pero no detenemos la atención ni el juicio. Dejamos que la vida siga, tal como cada uno la entienda y quiera vivirla.
Lo segundo, dos comentarios escuchados en la gente que se cruzaba conmigo. Un señor de unos 50 años miró a este grupo y murmuró: “¡que tontería, que ridículos!”. Y reconozco que casi me hizo daño: ¿por qué una valoración tan despectiva de gente a la que ni siquiera conoces y que se atreven a participar de algo que les gusta sin dejarse agazapar por la vergüenza u otras trabas? Y, casi a la vez, por el otro lado, un niño de unos 7 años decía emocionado a su madre: “¡Mamá, mira, gente feliz!”
No sé qué vio aquel niño y por qué les percibió como felices: quizá los rostros relajados, la calma de movimientos entre los árboles, la desnudez de los pies o el silencio. No lo sé. Pero a mi me provocó una sonrisa por dentro y me dio esperanza. Con gente así, podría haber muchos más Paisajes de la Luz. Y, sobre todo, mucha más Luz en cada uno de los paisajes que nos toca transitar a cada uno. Ya sabéis: “Aunque camine por cañadas oscuras…, podemos ver la Luz”.