Resulta muy curioso cómo cambia la perspectiva según la distancia a la que tengamos una realidad. Siempre he pensado que las escenas de volcanes en erupción era algo propio de documentales de National Geographic y que solo sucedía en lugares remotos, como Hawai o Islandia. Nunca hubiera imaginado que tendríamos un volcán en erupción tan cerca de nuestra geografía, ni que mirar esas imágenes nos provocara más preocupación que admiración ante semejante milagro de la naturaleza.
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Al hilo de esta situación, a mí me dan vueltas varias cuestiones. Una de ellas es cómo varía la percepción de la realidad cuando nos sentimos afectados por ella. Cuando los acontecimientos nos quedan lejos y no nos tocan directamente, podemos situarnos al modo de turistas, como desafortunadamente sugería una ministra ante la desgracia de La Palma: atraídos por escenas espectaculares, pero a salvo y despreocupados. En cambio, cuando nos sentimos más próximos a lo que acontece, en el espacio y en el corazón, también nos dejamos afectar y somos mucho más conscientes de sus consecuencias, intuyendo el miedo, la incertidumbre y la preocupación ante la destrucción que la lava va sembrando a su paso.
Entre Albacete y Alcaudete
Otra reflexión que me brota a partir de esto es sobre lo complicado que resulta no convertir nuestras vivencias en la única medida válida de todas las cosas. Ya es muy gráfico el repetido error geográfico que confunde La Palma con Las Palmas e, incluso, con Palma de Mallorca. Esto delata una ignorancia que perdonamos con especial benevolencia, como si fuera menos grave y más comprensible que confundir Albacete y Alcaudete, que también suenan parecido.
Aún más elocuente es que parezca más sencillo imaginar la cantidad de lava que expulsa un volcán remitiendo a las medidas del parque del Retiro en Madrid que recurriendo al sistema métrico habitual. En el fondo, por más anecdótico que pueda parecer, refleja esa tendencia que todos compartimos de pretender que los demás perciban la realidad desde nuestros propios parámetros, tal y como les sucedía a los discípulos de Jesús, cuando querían impedir a uno que sanara en nombre del Maestro porque no pertenecía a su grupo (Mc 9,38).
Del volcán de La Palma me quedo con dos invitaciones que os comparto. Por un lado, abandonar la mirada propia del turista para dejarnos tocar por la realidad, aunque escueza. Por otro lado, reconocer cómo, en cuanto nos descuidamos, acabamos pretendiendo que los demás se amolden a nuestros esquemas, siempre demasiado estrechos para lo que la vida y su complejidad nos reclaman.