Hace unos 20 años (y aún lo recuerdo) en una oración comunitaria, una hermana mayor, con la mejor de las voluntades, hizo una esta petición: “Señor, que ganen los nuestros”. Yo era bastante más joven pero recuerdo bien mi incomodidad y que yo no me uní a esa oración. No por nada; es que no sabía por quién estábamos pidiendo en plena campaña electoral.
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Esta semana, entre los mensajes diversos que han llegado en torno al drama del volcán canario, uno de los ‘memes’ comparaban una especie de nave (“desalojados volcán Canarias”) con un hotel precioso (“pateros alojados en hoteles todo incluido”). Por supuesto, esas imágenes no responden a la realidad pero ya sabemos que –por desgracia– eso no importa mucho. La cuestión es que dialogando con alguien que lo reenvió me decía: “Se puede ayudar, pero sin excluir a los nuestros”. Estuve a punto de preguntar quiénes eran los nuestros pero también elegí callarme y no participar del argumento. Como hice hace veinte años en aquella oración.
Y el pasado domingo la Palabra me sorprendía (suele hacerlo): “Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre y se lo hemos querido impedir porque no es de los nuestros” (Mc 9,38). Por si fuera poco, busqué el texto griego y me encontré con ‘ἀκολουθέω ἡμῖν’, que literalmente sería “porque no es análogo a nosotros”. Aun así, el diccionario sugiere dejar esta acepción para objetos y referido a personas traducir el verbo como “seguirnos, obedecernos, acompañarnos”. Curioso, ¿no? Imagina que lo que más nos molesta no sea que otros hagan el bien sin pertenecer a nuestras estructuras eclesiales o culturales o del tipo que sea (que ya es llamativo), sino que no se coloquen por debajo, por detrás, como en el fondo esperamos que hagan. “Se lo hemos querido impedir porque no nos siguen, no nos obedecen”.
Seguramente recordáis la respuesta de Jesús: “No se lo impidáis”. Algo parecido le ocurrió a Moisés cuando el joven Josué le pide que prohíba profetizar a unos sobre los que “el Espíritu se había posado” pero “aunque estaban en la lista, no habían acudido a la tienda”. La respuesta de Moisés fue más de andar por casa: “¿Estás celoso de mí? ¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el Espíritu del Señor!” (cf. Nm 11, 25-29). El problema no estaba en que profetizaran honestamente o no (porque coinciden en que habían recibido el espíritu). ¡El problema estaba en que no eran de los nuestros! Más aún: no eran de los nuestros porque se habían permitido el atrevimiento de no ir al lugar “oficial” y marcado, a la tienda de Dios. ¡Estaban fuera de “lo nuestro”!
Siempre es un riesgo
Y pensaba que hablar de “los nuestros” siempre es un riesgo. En cualquier ámbito. Porque pone en juego la pertenencia en el peor de los sentidos: el de ningunear a los de fuera de mi círculo, sea el que sea.
Y me preguntaba hasta qué punto hemos interiorizado el vínculo más sagrado y primero que nos une a todos los seres humanos: la creación. Ser personas. Y me entristecía sentir que esa dignidad personal que el cristianismo aportó en las raíces del Derecho y la convivencia (al menos en Occidente) se nos ha diluido a los propios cristianos. Hemos añadido mil etiquetas de otras pertenencias más superficiales, como mil abrigos puestos encima de un perchero hasta ocultarlo.
¿Quiénes son los nuestros? O mejor: ¿qué ser humano puede no ser “de los míos”? Podemos no compartir criterios ni valores. Podemos estar enfrentados y no sentarnos a la misma mesa. Podemos no querer participar de determinados grupos o iniciativas. Por supuesto. Pero, ¿por ello dejamos de compartir lo más esencial que es ser humanos?, en qué momento hemos desvirtuado tanto el mandato de fraternidad universal para desecharlo como buenismo o ingenuidad?
¡Qué poco valoramos el vínculo de lo simplemente humano! ¡Cuánto hemos sobredimensionado el vínculo añadido por compartir ideología, carisma, sangre, religión o cualquier otra cosa! Y eso que la vida ya se encarga de darnos oportunidad para experimentar que algunos de los que, en principio, “eran de los nuestros”, desaparecen cuando las circunstancias se complican; y algunos que siempre fueron “los otros”, curiosamente, se hacen “tuyos” para lo que necesites sin pedir nada a cambio. En esos momentos, si no fuera tan doloroso comprobar que de “los nuestros” apenas queda nadie, bien merecería montar una gran fiesta para dar gracias a Dios “por los otros”, los que sin saberlo han entendido el misterio de la vida y el corazón del Evangelio.