Hoy, la Iglesia está desmontando dinámicas del culto a la personalidad que se habían instalado en el catolicismo durante las últimas décadas. Ya el Concilio Vaticano II supuso una revisión de la mirada sobre los fundadores, con una aproximación más sencilla, humilde y profunda, que reconocía las virtudes y defectos que vivieron. El carácter profundamente conciliar de los papas Juan XXIII y Pablo VI también huyó de visiones, estrategias y movimientos que hiperpersonalizaran a la Iglesia en tales figuras.
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El culto a la personalidad adula incondicionalmente al líder, lo eleva a una escala sagrada, oculta sus defectos, dudas y errores, practica la idealización acrítica, insiste en la fidelidad y obediencia ciegas, llega al fetichismo porque identifica al líder con la voluntad general o de Dios, internaliza el autoritarismo y castiga a quien no rinde dicho culto. Esto ha pasado en la Iglesia y padecemos sus consecuencias.
En la entrevista que el papa Francisco concedió a la COPE, mostró sin dejar lugar a dudas que su pontificado huye de suscitar el menor asomo de culto a la personalidad. Apela a que sus líneas pontificales se corresponden al discernimiento que hacen los cardenales y, cuando le preguntan por su experiencia de confinamiento por el COVID-19, responde que lo primero fue aguantarse a sí mismo. Hay muchos signos. Por ejemplo, Amoris laetitia no es una exhortación personalista, sino que tiene hasta 13 citas de los sínodos de los que surgió.
Lejos de la autoridad
Los límites a los años de mandato de los líderes máximos de los movimientos y asociaciones laicales ayudan a lo mismo: a que no pueda producirse el culto a la personalidad y a introducir la sabiduría de la sinodalidad en su interior, lejos de modelos verticalistas de autoridad, muy ajenos al espíritu evangélico.