¿Qué puede decir una laica a la Vida Religiosa?, me pregunté al recibir la invitación de redactar estas líneas. ¿Hablar como laica? ¿como canonista? ¿como persona que ha compartido muchos ámbitos, experiencias y proyectos con religiosos, desde mis primeras vivencias en mi querido colegio a tantas actividades desarrolladas ya en la vida profesional? Pese a ello, ¿cómo evitar la desagradable sensación de estar metiéndome en jardín ajeno?
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Sinodalidad. Ese es el tema, y esa es la clave. La conciencia de “caminar juntos”, de ser parte del mismo Pueblo de Dios, y de dialogar y de ser copartícipes, cada uno desde su propia vocación específica, de la misión de la Iglesia.
Y lo cierto es que la Vida Religiosa tiene mucho que aportar a la vivencia eclesial de la sinodalidad, pues su propia historia es en buena medida ejemplo y aplicación de esta concepción sinodal. En las mismas estructuras de gobierno de los institutos, con la importancia atribuida a los órganos colegiados, se plasman principios sinodales de discernimiento en común, participación en la deliberación y decisión…, que constituyen una experiencia de sinodalidad muy valiosa.
También en el Código actual, pese al redescubrimiento conciliar de la Iglesia como Pueblo de Dios y el desarrollo de órganos asesores de la autoridad jerárquica, el derecho de religiosos sigue reflejando, mejor que otras ramas del derecho canónico, esta relevancia de lo comunitario como modo de discernimiento y toma de decisiones, y la participación corresponsable de todos en la misión.
No obstante, desde la necesaria actitud de revisión constante a la luz del Espíritu, en línea con el principio ‘Iglesia siempre reformada’, también la Vida Consagrada, con toda su riqueza y su diversidad, se ve invitada, en este momento histórico, a revisar su propio modo de vivir las diversas dimensiones de la sinodalidad. Son muchas las sugerencias y caminos que abre la propuesta sinodal impulsada por Francisco, pero me gustaría poner el foco en una de ellas: la necesidad de formación.
La sinodalidad llama a la corresponsabilidad y coimplicación de todos los fieles en la vida y misión de la Iglesia. Esta implicación, que se presupone en los miembros de la Vida Religiosa, exige sin embargo formación para poder desarrollar adecuadamente esa corresponsabilidad.
Si esta exigencia de formación es extensible a todos los fieles, ¿cómo no tomarla en consideración en la Vida Religiosa, teniendo en cuenta la entrega total a la misión que suponen los votos, la labor que desempeñan a través de sus obras apostólicas, y su responsabilidad en la formación de fieles y de otros formadores?
Una sólida formación teológica
Sería deseable, por tanto, que todos los consagrados –también en el ámbito de la Vida Religiosa femenina– tuvieran acceso a una sólida formación teológica, y también canónica, que les ayude a cumplir mejor su misión.
Y también será preciso cuidar la formación específica en sinodalidad, como invita el documento preparatorio del Sínodo, lo que supone conocer y profundizar en lo que supone el estilo y los procesos del discernimiento.
Cabría señalar más retos y propuestas que abre la convocatoria sinodal, desde la revisión de cómo se ejerce la autoridad y cómo se vive el voto de obediencia, a cómo crear cauces de participación y corresponsabilidad también de los laicos que colaboran en las obras apostólicas o que comparten el carisma del instituto, sin caer en un asamblearismo imprudente, pero escuchando e involucrando a aquellos que cooperan en su obra; o tantos otros que quedan pendientes de revisión, y que constituyen un reto para seguir avanzando por el camino sinodal que ahora comienza y al que todos estamos llamados.