“Una nota distintiva de las escuelas católicas es crear un ambiente comunitario escolástico, animado por el espíritu evangélico de libertad y de caridad” (Gravissimum educationis, 8). El concepto de ‘misión compartida’ en la escuela católica es relativamente nuevo. Cabe pensar que fue la crisis de vocaciones religiosas y sacerdotales la que originó la necesidad de reflexionar sobre esta cuestión, una crisis que dio lugar a una oportunidad. Además, es una evidencia que, en la actualidad, la mayoría de los colegios católicos se sostienen gracias a los seglares que trabajan en ellos. En cualquier caso, la ‘misión compartida’ es una propuesta que marca un estilo propio en los centros escolares (confesionales o no) y que tiene claros fundamentos eclesiológicos.
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Analizo, brevemente, cómo algunos de los fundamentos de la ‘misión compartida’ radican en la llamada de la Iglesia a ser, entre otras cosas, apostólica, jerárquica, católica y un solo cuerpo.
Presencia de Iglesia entre las gentes
No podemos obviar que una de las razones que da sentido a la presencia de la escuela católica en nuestra sociedad es la de ser presencia de Iglesia entre las gentes. Su ‘apostolicidad’ se fundamenta en ser un espacio que posibilite, a través de la tarea educativa, el plan soñado por Dios para el hombre. Esta es su ‘misión última’ y, en esta misión, es fácil que podamos encontrarnos todos los que participamos activamente en el día a día escolar. Por lo tanto, cuando hablamos de ‘misión compartida’ no podemos caer en soluciones fáciles, como delegar tareas sin más, mientras seguimos manteniendo esquemas ‘clericales’ de organización, o reducir el discurso de la misión a un vínculo emocional. Compartir misión conlleva construir modelos organizativos en los que todas las partes reformulen el rol que han estado asumiendo y ahondar en concepciones comunitarias inspiradas por el Evangelio.
La Iglesia es jerárquica. También lo es la escuela. A las instituciones religiosas que ostentan la titularidad de los centros se les ha de exigir firmeza en la fidelidad a su carisma y un compromiso activo para marcar horizontes claros. Las escuelas son de las entidades titulares, a ellas les corresponde apuntar hacia dónde han de ir. Ahí cobra pleno sentido su concepción jerárquica, en la responsabilidad de encender la luz primera que ilumine hacia dónde queremos caminar.
En ocasiones tendemos a pensar que, por mucho que se cuente con la gente y que se ofrezcan luces para el camino, hay personas que prefieren seguir ajenas a la ‘misión última’ de los colegios. Es en este punto donde el carácter ‘católico’ de nuestras instituciones cobra valor. Nuestros colegios están llamados a ser universales, no solo porque cualquier persona tenga que tener cabida en ellos, sino porque el Evangelio es un mensaje universal, capaz de llegar al corazón de todo hombre y mujer y, si estamos dejando gente fuera de nuestros proyectos, deberíamos preguntarnos cuál es el evangelio que estamos ofreciendo.
Entiendo pues, que las entidades titulares deben hacer un esfuerzo de desempoderamiento para vincular a todos los trabajadores en la tarea de consolidar los fundamentos desde los que cada escuela educa. Por su parte, el trabajador de un centro, teniendo la oportunidad de embarcarse en un proyecto educativo fuertemente fundamentado, se debe a la entidad que le acoge, no solo respetando el carácter propio del centro, sino, también, aportando plena y libremente desde su singularidad personal. De nuevo podemos leer este argumento en clave eclesiológica si nos concebimos como un solo ‘cuerpo’ al que todos pertenecemos, en el que todos nos necesitamos, al que todos aportamos según nuestro carisma (1Cor 12, 12-30). De esto habla San Pablo justo antes de introducir el ‘Himno a la Caridad’: quizá en este himno encontremos las claves para una buena práctica de eso que llamamos ‘misión compartida’.
Conviene sacudirse el polvo.