Cada vez son más las personas que requieren de terapia psicológica o psiquiátrica para poner en orden sus vidas. El último estudio del Instituto Nacional de Estadística (INE), indica que en 2019 se suicidaron en España 3.671 personas y que el suicidio es la primera causa de muerte no natural en nuestro país. Poner encima de la mesa la conversación sobre salud mental es cada día más necesario por parte de la sociedad y también por parte de toda la Iglesia.
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En ámbitos eclesiales he llegado a observar que se produce una grave reducción de los problemas de salud mental a la depresión que, a su vez, hemos traducido erróneamente en una frustración de vida que parece haber sido buscada intencionadamente. Sin mediar palabra, emitimos un juicio que carece de empatía y señalamos la falta de fe de esas personas como únicas culpables de su situación. Les aconsejamos rezar más y confiar más, como si esto fuera a arreglar el puzle de sus cabezas o como si Dios fuese un hada madrina con una varita mágica. Solemos olvidar los múltiples factores que entran en juego con los trastornos mentales, como el entorno familiar, la biología, la violencia o el abuso. Situaciones que escapan del control de la persona y por las que son juzgadas y menospreciadas.
El sentimiento de abandono
La Iglesia (tú y yo, que somos Iglesia) está llamada a situarse al lado del que sufre, abrazándoles con el amor incondicional de una madre que nunca abandona (LG 8). Ciertamente, los últimos estudios nos indican que hay un gran número de personas sufriendo a causa de su salud mental y que, por tanto, es una realidad a la que estamos obligados a mirar de frente, a involucrarnos y a darle la importancia que realmente merece.
Por otro lado, el cristiano o cristiana que está atravesando esos terribles momentos, puede llegar a poseer un doble sufrimiento, pues se sienten completamente abandonados por Dios. El sentirse atrapado en un profundo valle oscuro o en una larga travesía en el desierto se ve agravado al experimentar el sentimiento de abandono por parte de Dios, como el cuento donde aquel hombre solo veía un par de huellas en la arena. ¿Dónde estás, Señor? ¿Dónde estás en los momentos más difíciles?
Este sentimiento de abandono que tenemos los seres humanos no es algo nuevo para Dios. En las páginas de la Biblia encontramos a diferentes personajes que se encuentran sumidos en esta conmoción en algún momento de sus vidas. Jeremías acusa a Dios de no cumplir sus promesas (Cf. Jer 15,18; 14,8-9), Job le interroga en numerosas ocasiones (Cf. Jb 9,18;23,17) y Noemí también toma la palabra para expresar su amargura (Cf. Rut 1, 20-21). Así mismo, el propio Jesús, Dios hecho carne, experimenta el sentirse abandonado por su propio padre, por su Abbá, cuando en la cruz pronuncia “Eloí, Eloí, lama sabactani”. En más de una ocasión –estoy segura de ello– hemos hecho nuestras estas palabras. Y personalmente opino que Dios prefiere que le cuestionemos antes que llegar a olvidarnos de Él.
Entonces, deberíamos preguntarnos: ¿cómo podríamos aliviar la carga de estas personas? Un primer paso sería tener muy presente aquello de que, si un miembro sufre, todos sufrimos con él (Cf. 1 Cor 12, 26). Hacer nuestro su dolor, ponernos en sus zapatos para comprenderles y, especialmente reconocer en ellos al Cristo sufriente que sufre al mismo tiempo (LG 8).
Acompañar con amor
La Iglesia (repito, cada uno de nosotros) debe acompañar a estas personas individualmente en sus procesos, con amor y empatía. Estoy segura de que este abrazo incondicional y sin juicios facilitaría el abrazo con el propio Cristo. Y este abrazo sería un recordatorio para que la persona se sienta acompañada por ese amigo incondicional que camina a su lado, que les coge de la mano cuando se caen, que hace un alto en el camino cuando es necesario y que llora cuando ellos lloran.
Es necesario recordar que asistir a terapia psicológica o psiquiátrica es imprescindible; al igual que no podemos continuar con un tobillo roto, tampoco podremos hacerlo cuando nuestra salud mental no está bien. Incluso nuestra vida como cristianos se verá afectada si no solucionamos lo que nos ahoga mentalmente. ¿Quién es capaz de subir a leer la Palabra de Dios cuando la ansiedad no le deja pronunciar una sílaba? ¿Cómo se puede participar de una actividad parroquial si la persona con un trastorno alimenticio no es capaz de vestirse para salir a la calle? ¿Quién puede dar catequesis cuando su depresión no le deja ni siquiera sonreír? ¿Qué matrimonio podrá cuidar sus relaciones sexuales si uno de ellos fue abusado sexualmente?
La ayuda profesional no es solo necesaria, sino complementaria con la ayuda espiritual. Ambas se enriquecen, se ayudan y se dan la mano. La fe te animará a dar el primer paso y mantenerte en el proceso de recuperación, mientras que la terapia te enseñará a cómo dar ese primer paso, cómo seguir caminando y hacia qué dirección hacerlo. Ambas perspectivas no pueden anularse, pues no se entienden la una sin la otra.
Ojalá llegue el día en el que, cuando algún hermano cristiano nos cuente que está sufriendo algún trastorno mental, seamos capaces de mirarle como Cristo haría, de darle la mano con seguridad, de acompañarle a recibir ayuda profesional y, por supuesto, de cuidar su vida espiritual asegurándose que se sienta amado incondicionalmente por Dios.
En definitiva, para hacer más liviano el camino de la recuperación, incluso para dar el primer paso en el proceso, es de vital importancia para el cristiano saberse acompañados por Cristo, por la Iglesia y por todos los hermanos. Hoy es buen día para recordar a esas personas sufrientes y decirles con cariño: Cristo te quiere, la Iglesia te quiere, nosotros te queremos, y no estás solo.