Es notable cómo a lo largo de las épocas los ideales por los que se vive han ido cambiando. Por siglos, muchos dieron su vida por la salvación de sus almas; pero hace ya un buen tiempo, la gente recibe como leiv motiv “obvio” y sellado en su ADN ser feliz. Para muchos la “felicidad” es el nuevo dios de estos tiempos, haciéndonos caer en la banalidad, en el miedo al miedo, a sufrir por la posibilidad de sufrir y a la desdicha por alcanzar la dicha porque la puedo perder. Pascal Bruckner, en su libro ‘La Euforia Perpetua’, sostiene que esta “ideología del deber de ser feliz” lleva a evaluarlo todo desde el punto de vista del placer y del desagrado y sume en la vergüenza o en el malestar a quienes no la siguen. Agrega que hoy impera un “catecismo colectivo” que impone como el Bien Supremo algunos ideales como la salud, la riqueza, el cuerpo, la comodidad, el bienestar, etc. dejando fuera tanto otros como la pobreza de espíritu, la libertad, la amistad, la justicia, el valor de la fraternidad, la renuncia, la sencillez, etc.
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Orígenes de este modo de pensar
Desde el nacimiento de la psicología, esta se concentró en la patología de la psique humana; en sus relaciones tóxicas y en las consecuencias que estas traían para la sociedad. Hubo un largo período concentrado en los déficits, carencias y patologías, por lo que naturalmente el péndulo se fue moviendo hacia el rescate de los recursos humanos, sus fortalezas, sus capacidades, dones y su resiliencia frente a la adversidad. Ambos saberes y énfasis aportaron una riqueza que hoy cosechamos como humanidad. Sin embargo, es nuestro deber equilibrar para no fallarnos ni tiranizarnos con la “felicidad”. El yo puedo, el querer, y la voluntad férrea acompañada de disciplina y trabajo, auguraban éxitos seguros en los que muchos nos inscribimos, buscando conquistar la anhelada felicidad y paz interior. Sin embargo, una vez pasada la euforia inicial, muchos nos vimos frustrados dando vueltas en los mismos problemas, constatando que hasta la ciencia debe reconocer su impotencia para garantizar la felicidad de los pueblos o de los personas.
Los límites de nuestro ser relacional
Desde el momento de la concepción entramos a un “baile” preexistente que ya posee “pasos”, reglas y límites en los que debemos tratar de encajar para sobrevivir (por lo menos en la primera mitad de la vida). Eso lleva implícito reconocer las heridas, las luces y los aspectos sombríos de quienes nos preceden y que muchas veces nos causan profundas vivencias de felicidad y de infelicidad. Es el claro oscuro propio de la existencia; el misterio de la música de la vida que nos lleva en encuentros y soledades, en cercanías y distancias que no podemos evitar. Por más que pongamos todos los esfuerzos en el “Yo”, siempre existirá un “Tú”, que afectará el “Nosotros” para bien y para mal, con sus presencias y ausencias y la felicidad, por lo tanto, no la podremos jamás controlar, predecir o construir unilateralmente. Son parte de los resabios de un paradigma individualista, del hacer y del ser humano como dios sin límites, cuando ya sabemos que eso no es verdad. La felicidad es imperfecta (en cuanto a que está siempre en proceso), dinámica, un holograma en movimiento, conformado por infinitos gestos comunitarios que poseen también sombras y otras caras que le otorgan profundidad y perspectiva a la realidad.
El lado negativo de ser tan positivo
El mundo y la realidad se percibe propiedad de los “ganadores”, de los “exitosos”, de los “felices”, de los que encontraron la fórmula y se erigen como gurúes del bienestar. Por lo mismo, cualquier caída, fracaso, fallo, límite propio o de los demás, se percibe como exclusión y se convierte en un flagelo para uno mismo y objeto de rechazo o conmiseración de los demás. Además, vamos acumulando diariamente brechas que nos alejan del ideal exigido de felicidad, lo que genera rabia, agresión y violencia en el sistema contra un “ser anónimo” que me priva de mi “derecho a ser feliz” y del que me debo vengar. No somos capaces de reconocer el ancho y la hondura que tenemos con humildad y por lo mismo no somos capaces de pedir ayuda, perdón ni dialogar con respeto y confianza en los demás. Somos presa fácil de los “espejismos” de felicidad, cada cual, en su punto débil, pero vamos tras ellos ansiosos hasta que la decepción de la arena en la boca nos demuestra que era una ilusión nada más. Nos autoexigimos felicidad a nosotros mismos y a otros sin respetar los distintos tiempos y procesos de vida, culpándonos de enfermedades, duelos y vínculos que no se dan con tanta facilidad. La vida es compleja y es un error jibarizarla con prácticas de autoayuda o recetas simplonas que no se encarnan en la realidad. Se patologiza el sufrimiento y nos obsesionamos con el logro: Es tal el terror por sufrir que a la primera lágrima ya diagnosticamos depresión y cualquier proceso queremos que con un click de resultados. Somos seres vivos y como tales crecemos lento, diferenciadamente y muchas veces los avances se tejen por dentro de nosotros mismos sin que seamos conscientes. Nos desvitalizamos ya que al desconectarnos de nuestro dolor también perdemos la capacidad de sentir en general, y también de disfrutar. Nos desconectamos de nuestro cuerpo, de nuestras emociones, de nuestro entorno. Nos apagamos, dejamos de vibrar y sentir lo que ocurre en nuestra vida, y ésta se vuelve plana y sin sentido. Perdemos Autorregulación, aumenta la angustia y somatización porque no oímos todas las emociones que nos recorren y sólo las escondemos, dejando de lado alertas esenciales para nuestra supervivencia.
El camino del medio
Quizás muchos –cansados de la patologización y el pesimismo de años– nos fascinamos inicialmente con el “tú puedes” con profunda convicción y esperanza; quizás también temíamos quedarnos pegados en el lado negativo, sin embargo, aprender a caminar por el camino del medio parece hoy lo más cuerdo. Aceptar la diversidad de las vivencias, la complejidad de nuestros vínculos, que algunas cosas no las podemos hacer, que la vida es un laberinto de alegrías y tristezas y que la felicidad consiste en atravesarlo con otros, amando y sirviendo parece más humano y posible. La felicidad entonces sí es aquí y ahora, imperfecta, pero será aún más plena y perfecta en la vida después de la muerte. Jesús mismo nos enseñó que el trigo y la cizaña deben crecer juntos; que lo negativo y lo positivo finalmente son interpretaciones nuestras y que, si nos ordenamos conforme al amor a Dios, a los demás y a nosotros mismos, hasta lo más doloroso es una oportunidad de aprendizaje, de riqueza, de crear una “perla” que embellezca la vida.