En sociedades tan urbanas, disgregadas y dispersas como las actuales, necesitamos modos más abiertos, congregadores e inclusivos que permitan formar genuinas comunidades eclesiales de consulta, deliberación y elección. Los críticos con el espíritu de la sinodalidad acuden al lugar común de que “la Iglesia no es una democracia”, pero, en realidad, la Iglesia es mucho más que una democracia, y puede incluir en su gobernanza todo lo mejor de la democracia.
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La democracia es una tradición tan profundamente arraigada en la Iglesia que, incluso, los papas son elegidos por votación, y también lo son muchos superiores generales de órdenes, abades, presidentes de movimientos, rectores, deanes, etc. La forma en que los benedictinos practican las elecciones fue el modelo que inspiró a las primeras democracias modernas del mundo. La democracia es eclesial y, de hecho, la Iglesia es una de las mayores fuerzas de democratización del mundo en muchos países en conflicto.
Hay que reconocer también que no hace tanto que una parte de la Iglesia se opuso a la democratización de las sociedades modernas, pero esas posiciones antidemócratas ya no son ni siquiera coherentes con la Doctrina Social de la Iglesia.
Déficit de participación
Hay tal déficit de participación en la Iglesia, que la democratización –en sus diversas formas– constituye una urgencia. Afecta a todas las comunidades –diocesanas, parroquiales…– y órganos de la Iglesia. Hay que revisar especialmente la transparencia y la participación en la elección de miembros a consejos pastorales y a ternas episcopales.
Todos sentimos, positiva y hondamente, que es crucial la labor jerárquica de llamar a la comunión con todos y con Dios, y cuidar de que las decisiones estén unidas al tronco común de la Iglesia. Respetando este principio integrador, la democratización y representatividad en muchos espacios hará un gran bien al Pueblo de Dios y a su misión.