Hay situaciones de la vida que nos dividen por dentro cual trinchera de guerra y vemos cómo nuestras emociones, sentimientos y pensamientos se enfrentan en una lucha que nos quita la paz y la posibilidad de tomar partido por un lado u otro y volver al centro y dominio personal. Nuestra psiquis se vuelve un campo de batalla que nos va agotando, desgastando, desangrando y a ratos solo queremos un disparo mortal que nos alivie la agonía de la soledad, los ruidos y la confusión emocional.
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Guerra Interna
Si lográramos visualizar con la imaginación nuestro estado interno, podríamos ver el hemisferio izquierdo del cerebro tratando de convencernos de las bondades y oportunidades que se nos están presentando con la situación puntual que nos divide, avalado por los buenos amigos y la razón que presentan miles de evidencias para darnos paz. Sin embargo, el hemisferio derecho se rebela con barricadas y protestas violentas, alegando que está frente a una locura y no da tregua en la resistencia campal. Lanza sin filtro bombas de tristeza, rabia, impotencia, impaciencia, irritabilidad, provocando una desolación profunda y difícil de expresar en forma verbal. Es como un vómito psíquico que no puedes sacar. Ese lado caótico y adolorido comienza a hacer estragos en el organismo que se hace aguas vertido en lágrimas, nervios y dolores que se empiezan a somatizar. Nada lo calma y los discursos de la razón pareciera que le hieren como ácido lacrimógeno exacerbando aún más su malestar. Para peor, los demás, genuinamente preocupados de la guerra civil que se libra dentro de nosotros, nos consuelan desde su vereda, desconociendo la profundidad de nuestras heridas, los abismos que nos erosionan desde la más tierna infancia y que se nos hace imposible traducirles la procesión y cruz que hemos padecido y ocultado por vergüenza y dolor.
Buscamos desesperados un regazo, un hospital de campaña, un abrazo incondicional para llorar, pero parecemos no calzar en ninguna parte y nadie nos puede contener en el desborde de una masa informe que nos domina como lava ardiente. Las heridas no suturan y nuestra alma empieza a boquear desesperada buscando el oxígeno en el único que la puede salvar: Dios mismo que la conoce desde siempre y ha recorrido sus laberintos y cavernas más oscuras. Sin embargo, es tanto el ruido de la batalla que la duda se adueña de nosotros y la mediación se vuelve un imposible ya que ambas partes no quieren dialogar.
¿Cómo encontrar a Dios en medio de nuestra guerra?
Muchos se los han preguntado, sobre todo cuando los horrores y muertes abundan alrededor. Cuando nos encontremos en este abismo y nos preguntemos ¿dónde estás Señor?, ¿por qué me toca una cruz tan dura? Al igual que su hijo Jesús, no nos queda más que abandonarnos a su voluntad, afrontar y confiar en que sea lo que sea, contamos con su protección y bendición. Dando ese salto cuántico de fe, veremos cómo se empieza a hacer presente de una forma sutil y maravillosa, permitiéndonos conquistar una pequeña tregua de alto al fuego. La distancia física, el tiempo y la misericordia con los dos lados que nos gritan pasan a ser abrazos de reconciliación que auguran nuevos tiempos de armonía y sabiduría conscientes de que hemos librado una batalla fundamental. Sólo faltará enterrar a los “muertos” que dejamos atrás (como actitudes o creencias infantiles), sanar las heridas que aún necesitan cuidado (como la vergüenza y la culpa) y celebrar con cautela el nuevo armisticio de paz con nosotros mismos, nuestra historia y el hito que nos tocó atravesar.