Tribuna

La Virgen María y el silencio

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Cuando contemplo a la Virgen María una infatigable caravana de pensamientos me invaden. Toda ella es una invitación a participar de una antropología radicalmente distinta a la del hombre moderno, más bien, a la que erigen los valores modernos. Valores que, como bien lo señaló Baumann, han perdido la calidad inquebrantable de sus vínculos, sin conexión, sin garantías de duración y que, en vez de buscar la posibilidad de estrechar lazos, los mantiene «flojos» para poder desanudarlos cuando los intereses así lo indiquen.



María es señalada por la Iglesia como la mujer por excelencia de la humanidad, pues como lo dice la Constitución Lumen Gentium: “María brilla como modelo de virtud ante toda la comunidad de los elegidos”. Los Evangelios presentan a María adornada de sólidas virtudes evangélicas. Virtudes que, sin duda, la elevaron más allá del entendimiento humano y, por ello, me atrevo a ir un poco más allá de lo que plantea la Iglesia, no sólo es la mujer por excelencia, es el ser humano por excelencia.

Su humildad, su fe, su obediencia, su caridad, su sabiduría, su piedad, su paciencia, su fortaleza, la dignidad de su pobreza, su esperanza, su modestia, son una galería de virtudes que pueden llevar al hombre de hoy a una transformación antropológica que nos aproxime a otra dimensión, mucho más profunda, de la sensibilidad y el acercamiento. Quisiera resaltarla como camino para explorar el silencio.

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Dos polos de un mismo silencio

El recurrente silencio de María me recuerda al silencio de Cristo hecho Verdad que no pudo escuchar Pilatos. Jesucristo como encarnación entre los dos polos de un mismo silencio: el silencio del amor entre los ojos de Dios abiertos al corazón de María y los ojos de María cerrados para poder contemplar los ojos de Dios que la observan desde su corazón valiente. Dos polos en los que el silencio se condensa y se revela, ya que hay otras modulaciones del silencio entre la palabra y más allá; ese silencio inalcanzable o inalcanzado.

Silencio hecho Palabra. Palabra hecha presencia, así como nos lo recuerda el poeta Octavio Paz cuando afirma que así como del fondo de la música germina una nota que, mientras vibra, crece y se adelgaza hasta que en otra música enmudece, brota del fondo del silencio otro silencio, pero que es una palabra cargada con la plenitud infinita del silencio que la gestó. Silencio que parece haber abierto los ojos de María a la infinita sencillez de Dios y a la sencillez de su infinitud. Sus ojos se abrieron pues ella encarnó toda la potencia de la escucha llenándose así de la gracia divina, de la plenitud del Evangelio.

Disfrutar de María en silencio

La actitud de María en el momento de la anunciación es una clara invitación al cristiano de hoy y su relación con la Palabra. Meister Eckhart lo describe maravillosamente cuando dice que el Padre celestial pronuncia una Palabra y lo hace por toda la eternidad. Esa Palabra permanece oculta en el alma, de modo que el hombre ni la conoce ni la escucha.

Contemplar a María orando en silencio, disfrutar de María en silencio es abrirnos a una verdad que ella vivió y sintió como nadie: saborear con toda su existencia la Palabra y esto ocurrió gracias a su silencio. Esta experiencia tan mariana contrasta de una manera, a veces radical, con la forma de vivir en la actualidad. El universo lingüístico nos arropa de tal forma que no podemos salir de los límites que nos impone. No lo podemos observar desde el exterior porque el más allá del lenguaje es impensable. Lo que resulta pensable y comunicable lo es desde el lenguaje.

Mirar a María y aprender de su vocación de silencio. Silencio que brotó, no sólo de su humildad, sino de una sabiduría muy suya de usar con rectitud su mente y su corazón. Benedicto XVI, meditando en la vocación de María, afirmó que, justamente, el secreto de la vocación es el silencio. María se entrega al silencio para llenarse de Dios. Paz y Bien

Por Valmore Muñoz Arteaga. Director del Colegio Antonio Rosmini. Maracaibo – Venezuela