El imperio romano parecía eterno, pero acabó cayendo de forma trágica y estrepitosa. Los bárbaros saquearon Roma y pusieron fin a varios siglos de civilización. Europa se hundió en una larga etapa de oscuridad, pero gracias al trabajo tenaz y silencioso de los benedictinos se salvó el saber de la Antigüedad y se crearon las condiciones necesarias para un nuevo renacimiento cultural. La Edad Media no fue solo tinieblas. Hace tiempo que los historiadores impugnaron todos los tópicos sobre época, señalando sus grandes logros espirituales, pero indudablemente la invasión de los pueblos germánicos puso fin a una época. ¿Nos encontramos en una situación similar? Los bárbaros ya no vienen de fuera –sería miserable e indigno identificarlos con los inmigrantes-, sino que están dentro y algunos con plaza de profesor universitario e influyentes tribunas a su disposición. Aunque este fenómeno no comenzó con el Mayo del 68, la algarada de los estudiantes franceses aceleró un proceso cuyos orígenes sería complicado determinar. Sin embargo, me atrevo a aventurar que los maestros de la sospecha (Nietzsche, Marx, Freud) pusieron en marcha el ataque contra los valores humanistas alumbrados por la tradición judeocristiana.
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Nietzsche intentó restablecer la moral espartana, que repudiaba cualquier forma de debilidad. En ‘El Anticristo’, leemos: “Los débiles y los fracasados deben perecer; ésta es la primera proposición de nuestro amor a los hombres. Y hay que ayudarlos a perecer”. Nietzsche identifica la virtud con la fuerza, la salud y la voluntad de poder y considera que la compasión constituye un crimen contra la vida. Aunque muchos se resistan a reconocerlo, el hitlerismo se hizo eco de esta idea, poniendo en marcha monstruosos programas de eugenesia y eutanasia. Llamó a esta iniciativa “muerte por compasión”, invocando un concepto que precisamente exigía lo contrario, es decir, el respeto incondicional de la vida. La compasión nunca puede ser un pretexto para acabar con la existencia.
Marx negó la dimensión espiritual del ser humano y abogó por la “dictadura del proletariado”, un eufemismo que apenas encubría el propósito de justificar un Estado totalitario, una especie de ogro benefactor que esgrimía un falso paternalismo para destruir la libertad individual y el pluralismo político. Freud esbozó una nueva antropología según la cual el ser humano era un perverso polimorfo que oscilaba entre Eros y Tanatos, la voracidad sexual y el instinto de muerte. Eso sí, Freud consideraba que esos impulsos abocaban a nuestra especie a la autodestrucción y abogaba por una pedagogía que los recondujera. Sublimar para no incurrir en depredaciones sucesivas, sin ignorar que siempre albergaremos un hondo malestar por no poder materializar nuestras tendencias primarias. La posteridad utilizó estas reflexiones para normalizar lo que Freud consideró patológico, afirmando que el sexo no debía ser objeto de ninguna clase de limitación.
Nietzsche, Marx y Freud armaron el caballo de Troya que está intentando destruir la tradición humanista desde dentro. Sartre y los posestructuralistas franceses continuaron con la labor de demolición y escogieron como objetivo prioritario acuñar un nuevo concepto de sexualidad, totalmente opuesto a los principios que hasta entonces habían prevalecido en la cultura europea. En los años setenta, Michel Foucault llegó a pedir que se eliminara la persecución legal de la pederastia, pues atentaba contra la libertad sexual. Para Foucault, las normas morales nacen de un error: creer que existe la verdad. La verdad es una invención del poder dominante, no algo objetivo. De ahí que pida la supresión radical del aparato judicial. Solo entonces podrá el hombre recuperar su libertad originaria, librándose de los calificativos de perversidad que se atribuyen a determinadas conductas.
“La maquinaria binaria del deseo”
Foucault fue uno de los primeros en hablar contra “la maquinaria binaria del deseo” y exigir el “empoderamiento” de los individuos marginados por su sexualidad. Se mostró partidario de derruir la identidad “monolítica y genitalizada” para convertir el cuerpo en “un lugar de producción de placeres extraordinariamente polimorfos”. Estos planteamientos le han convertido en uno de los precursores de la teoría ‘queer’, según la cual el género no es un hecho biológico, sino cultural. A estas alturas, nadie sensato justificaría la discriminación y el maltrato de los homosexuales. Con buen criterio, el papa Francisco se ha pronunciado a favor de leyes civiles que mejoren la situación de las personas con “una orientación sexual diferente”. Los Estados deben “apoyarlas civilmente, darles seguridad de herencia, salud, etc., no solo a los homosexuales, sino a todas las personas que quieran asociarse”. Eso sí, “el matrimonio es el matrimonio”, ha puntualizado, señalando que los sacramentos no pueden alterarse alegremente.
Paradójicamente, las buenas causas pueden tener efectos perversos. La lucha contra los prejuicios ha desembocado en una oleada de intolerancia que ha salpicado incluso a personas de orientación homosexual. Es el caso de Kathleen Stock, profesora de la Universidad de Sussex, lesbiana, casada con una mujer y madre de dos hijos. Publicar un libro donde criticaba la autodeterminación de género y se pronunciaba a favor de la diferencia sexual de carácter biológico, le ha costado una campaña de acoso que ha durado tres años. Acusada de “transfóbica” por los alumnos, que han organizado agresivos escraches en la puerta de su vivienda hasta el extremo de obligarla a instalar cámaras de seguridad, no ha podido soportar la intimidación y ha renunciado a su plaza. Evidentemente, los acosadores no defienden la libertad, sino el derecho a silenciar al que se atreva a discrepar. Su beligerancia ha provocado que muchos profesores, escritores y columnistas –en Estados Unidos, pero también en Europa– examinen cuidadosamente cada palabra por miedo a utilizar una expresión intolerable para la nueva inquisición.
En una sociedad democrática, hay espacio para posturas divergentes. Es odioso perseguir a las personas por su orientación sexual o sus teorías heterodoxas, pero no menos inaceptable hostigar a los que se manifiestan a favor de la tradición. Hay un inequívoco propósito de liquidar la herencia judeocristiana con el pretexto de alumbrar una sociedad más moderna. Paradójicamente, se vende como progreso lo que es un retroceso. En el Reino Unido, se puede abortar un feto con síndrome de Down hasta los instantes previos al nacimiento. Las mujeres que deciden continuar con los embarazos sufren la presión de los médicos y las enfermeras, que intentan convencerlas de que aborten, alegando que sus hijos no gozarán de una buena calidad de vida. Esta situación ha provocado que el 90% de las mujeres elijan frustrar el embarazo. En nombre del progreso, hemos vuelto a los tiempos de Esparta, donde se aniquilaba a los individuos “defectuosos”. Dicho de otro modo: la vida ha dejado de considerarse sagrada para tratarse como una mercancía.
Podemos decir que los bárbaros ya están en las puertas de Roma, pero no con cimitarras, lanzas, arcos y hachas, sino con ideas que nos está conduciendo al desarraigo, el nihilismo y la desesperanza. Las grandes ciudades cada día se parecen más a colmenas con celdillas estancas. Quizás el símil de las colmenas no es afortunado, pues las abejas funcionan como una comunidad y en los grandes espacios urbanos impera un individualismo feroz.
Algunos ya nos sentimos rinocerontes en un mundo de cebras, pero no nos resignamos a que desaparezca todo lo que amamos. No se me ocurre otra forma de resistir que imitar a los benedictinos. Gracias a su rutina de estudio y recogimiento se preservó y transmitió el saber clásico, posibilitando la aparición del humanismo y el Renacimiento. No intento apropiarme de la “opción benedictina” de Rod Dreher, cuyas tesis me parecen discutibles, pero sí creo que el porvenir depende de que surjan núcleos de hombres y mujeres comprometidos con el cuidado y la conservación del legado de Grecia, Roma y Jerusalén, los tres pilares sobre los que se construyó nuestra civilización.