A primeros de noviembre saltaba a los medios la noticia de que un tribunal israelí, a petición de supervivientes de la Shoá u Holocausto, había paralizado la subasta de unos troqueles de acero empleados para tatuar a los prisioneros del campo de exterminio Auschwitz. Esos números que figuraban en los brazos de los prisioneros eran una manera de despersonalizarlos y arrebatarles su humanidad. El valor de los ocho troqueles había sido estimado entre 30.000 y 40.000 dólares.
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En la Biblia, leemos en la profecía de Ezequiel que el Señor “llamó al hombre vestido de lino, que tenía los avíos de escribano a la cintura. El Señor le dijo: ‘Recorre la ciudad, atraviesa Jerusalén, y marca en la frente a los que gimen y se lamentan por las acciones detestables que en ella se cometen’” (Ez 9,3-4). Una marca, pues, no para la muerte, sino para la vida, semejante a aquella otra que vemos en el libro del Éxodo, cuando el Señor ordenó a los hebreos esclavos en Egipto que señalaran las jambas y el dintel de sus casas con la sangre del cordero pascual para librarse del paso del exterminador (cf. Ex 12,21-28).
El Apocalipsis
En el Apocalipsis, la marca vuelve a tener un cariz negativo, señalando a aquellos que pertenecen a la bestia, símbolo del poder avasallador del Imperio romano, que “hace que a todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, se les ponga una marca en la mano derecha o en la frente, de modo que nadie pueda comprar ni vender si no tiene la marca o el nombre de la bestia” (Ap 13,16-17).
Sin embargo, casi al final del libro, esa marca, mejor dicho, su ausencia, se convertirá precisamente en la señal de los rescatados: “Vi también las almas de los decapitados por el testimonio de Jesús y la palabra de Dios, los que no habían adorado a la bestia ni a su imagen y no habían recibido su marca en la frente ni en la mano. Estos volvieron a la vida y reinaron con Cristo mil años” (Ap 20,4).
En todo caso, el tatuaje que importa no es tanto el nuestro o el que nos puedan poner, sino el de Dios, como le dice el Señor a Sion en la profecía de Isaías: “Mira, en mis palmas te llevo tatuada” (Is 49,16).