Hace unos días, hablaba con un buen amigo que trabaja como editor y me comentaba que su sello estaba intentado sacar adelante un libro con retratos de cien figuras públicas identificadas con el humanismo cristiano, pero el proyecto no avanza, pues muchos de los personajes elegidos se resisten a manifestar su fe de una manera tan notoria. De inmediato recordé las palabras de san Mateo: “Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre, pero el que persevere hasta el fin, ése será salvo” (10:22). Jamás me atrevería a recriminar la actitud de los que eligen ser discretos con su fe, pues eso de juzgar y condenar no es muy cristiano. Eso sí, esta anécdota es muy significativa, pues revela la situación en que nos encontramos. Casi nadie se atreve a declararse cristiano. Puedes decir que eres budista, musulmán o taoísta, sin provocar reacciones de rechazo. Puedes confesar enfermedades como la ludopatía, la cleptomanía o el alcoholismo, sin apenas perder simpatías, pero si expresas abiertamente que eres cristiano o, aún peor, católico, surgen de inmediato las burlas y los gestos de desagrado. Este fenómeno, que algunos interpretan como un signo de progreso y liberación, ha provocado que los escritores católicos hayan caído en el olvido. Los que aún siguen concitando lectores, como Chesterton, Tolkien, T. S. Eliot o Graham Greene, gozan del raro privilegio de ser excusados por la calidad de su obra, sin que eso borre el desdén hacia sus sentimientos religiosos. Borges describe las creencias de Chesterton como “un conjunto de imaginaciones hebreas supeditadas a Platón y a Aristóteles”. La hostilidad a la herencia cristiana es paradójica en un autor que admiraba profundamente a Dante, un poeta que dedicó todo su talento a cartografiar, quizás con ciertos excesos melodramáticos, el más allá, intentando averiguar cuál era el camino de la salvación. Si rebajamos la tradición cristiana a mera superstición, la historia trágica de Occidente –trágica porque es el relato de un conflicto entre la esperanza y el nihilismo, la celebración de la vida y la exaltación de la muerte- se vuelve ininteligible.
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Gustave Thibon nunca escondió su fe. El filósofo y escritor creció entre viñedos, olivos y versos. Su padre, un próspero agricultor aficionado a la poesía, le transmitió el amor a la tierra y la belleza, poniendo a su disposición una vasta biblioteca y explicándole los secretos de la naturaleza. Thibon solo realizó estudios primarios, lo cual no le impidió adquirir una cultura enciclopédica y aprender idiomas clásicos y modernos. Cuando su padre fue enviado al frente durante la guerra del 14, tuvo que abandonar las aulas para mantener la viña familiar. Su madre murió a consecuencia de la gripe española. El futuro escritor atribuyó su pérdida a las deficiencias sanitarias de la contienda, lo cual le hizo aborrecer el nacionalismo. Después de viajar por Italia, Inglaterra y Argelia, experimentando en sus carnes la aspereza del mundo moderno, plagado de ídolos pero cada vez más alejado de Dios, llegó a la conclusión de que la poesía es el lenguaje de la verdad. Frente al desorden del mundo, nos muestra el hondo misterio de la vida. No lo esclarece racionalmente. Solo lo ilumina, deslumbrándonos. No hay otra forma de conocimiento. La fe no es una evidencia, sino una poderosa luz que nos rescata de la angustia y el miedo. El progreso solo es un espejismo. Lo auténticamente valioso es atemporal y nos señala un horizonte insuperable que nos sirve de faro en la bruma del tiempo, indicándonos el camino hacia la verdad.
A los veinticinco años, Thibon se reencuentra con la fe. Hasta entonces había mostrado indiferencia hacia las cuestiones religiosas. La priora del Carmelo de Aviñón, la madre Marie-Thérèse du Sacré-Coeur, le invita a leer a san Juan de la Cruz y en su poesía descubre la fecundidad de esa noche oscura que nos invita a despojarnos de todo para quedarnos con lo esencial, con lo que alimenta y vivifica el alma. La amistad con Jacques Maritain amplía su perspectiva, revelándole caminos fructíferos para comprender y amar la existencia. Vuelve a su localidad natal, Saint-Marcel-d’Ardèche, un pueblo de la región de Ródano-Alpes, con apenas dos mil quinientos habitantes. Pierde a su primera novia por culpa de la tuberculosis. Algo después se casa, pero su esposa fallece un año más tarde durante el parto. Volverá a unir su vida a otra mujer y se convierte en padre de tres hijos, pero nunca olvidará a los seres queridos arrebatados por la muerte. Siempre sostendrá que la sed de infinito únicamente se aplaca con el amor a lo finito. La felicidad no consiste en hallar el placer, sino en lograr concertar el propio corazón con el de un semejante. Solo el encuentro entre dos seres efímeros nos permite atisbar el abrazo de lo imperecedero.
Dios nos inspira desde lejos
La experiencia del duelo le reveló a Thibon que Dios había elegido la impotencia frente al mundo. La naturaleza y la historia carecerían de autonomía y dignidad si fueran modeladas a cada instante, alterando su devenir. El amor de Dios se manifiesta en su ocultación, pero eso no significa que se vuelva invisible. Simplemente, se limita a dejar su huella en el rostro del otro. Dios nos inspira desde lejos, aceptando que crear el universo de la nada implicó asumir que algún día moriría y solo la fidelidad del hombre podría sacarle de la tumba fría que Él mismo había excavado. Al encarnarse, Dios conoció la humillación, la tortura y la muerte. En 1940, Thibon publica ‘Diagnósticos. Ensayos de filosofía social’, con un prólogo de Gabriel Marcel. La obra le convierte en un autor famoso. El mariscal Pétain le ofrece toda clase de distinciones y reconocimientos, pero él las rechaza para preservar su independencia y por antipatía a su colaboracionismo con los nazis.
En 1941, el dominico el dominico Joseph-Marie Perrin le pide que acoja en su casa a Simone Weil, expulsada de la docencia por las leyes antijudías promulgadas por el gobierno de Vichy. Pasan juntos unas semanas, hablando de filosofía, poesía, teología. Antes de partir a Londres, Weil le entrega sus notas. Tras su prematura muerte, Thibon las publicará con el título ‘La gravedad y la gracia’. Se ha dicho que el encuentro con Weil fue decisivo. Ambos aprendieron cosas esenciales del otro. Simone, que había crecido en la ciudad, descubrió la naturaleza y el trabajo en un viñedo, que no le pareció agotador y deshumanizador, como el de la fábrica donde había realizado tareas de operaria. Thibon incorporó a su pensamiento la tensión mística, impresionado por una mujer que deseaba ser como la clorofila, “que vive y se alimenta de la luz”. No fue una relación fácil, pues la sinceridad de Weil rozaba la brutalidad, pero tras la incomprensión inicial surgió el entendimiento y la amistad.
Monárquico porque “más allá de la historia no hay nada” y conservador por apego a varios siglos de civilización, Thibon hallará en Nietzsche una espiritualidad semejante a la de san Juan de la Cruz. A pesar de su anticristianismo, apreciará en sus libros la búsqueda del absoluto y una meritoria lucha con el lenguaje para extraer todas sus posibilidades. Se ha dicho que Thibon es una especie de Nietzsche cristiano, pues sus aforismos destacan por su tensión dialéctica y su latido poético. Thibon muere en 2001 con casi cien años, tras “vivir por encima del tiempo”, honrado por Francia como un gran filósofo, y celebrado por América y Europa, que le consideran un pensador de gran originalidad. Nominado al Nobel de Literatura cuatro veces, se le concedió en 2000 el Premio de Filosofía de la Academia Francesa.
Maestro del aforismo, Gustave Thibon nos dejó algunas reflexiones memorables: “El hombre solo se realiza superándose; no llega a ser él mismo más que cuando traspasa sus límites. Y, a decir verdad, no tiene límites, sino que puede, según le abra o le cierre la puerta a Dios, dilatarse hasta el infinito o reducirse hasta la nada”. Su visión de Dios se aleja de las interpretaciones que sitúan lo sagrado en una fría y solemne lejanía: “El que no encuentra lo eterno en lo efímero suprime uno de los dos términos de la relación de polaridad que liga lo que pasa a lo que permanece y, en consecuencia, deforma inevitablemente el otro término: lo ‘eterno’ ya no podrá ser más que ese dios de los sabios o de los beatos”. Thibon comprendió perfectamente la esencia del catolicismo: “La gloria del pensamiento católico es no estar contra nada -tan solo contra el mal, que es nada- y estar a favor de todo, pero dando a cada cosa el lugar y los límites que le convienen”. Se ha llamado a Thibon el Sócrates o el Marco Aurelio francés, pero lo cierto es que su talento desborda el apunte y la enseñanza oral. Su concepción del amor posee hondura y luminosidad. Según Thibon, el verdadero amor siempre se conjuga con el amor a Dios. Cuando se ama a un ser finito, inevitablemente contaminado por la imperfección y la miseria, se ama en realidad a una plenitud que le trasciende y de la que solo es un reflejo.
Nos harían falta intelectuales católicos como Gustave Thibon, que no se avergonzaba de su fe y concebía su obra como un interminable diálogo con la trascendencia. “Os perseguirán y maldecirán por mi causa”, advirtió Cristo a sus seguidores. Ser católico no consiste exclusivamente en cobijarse en esa común que es la Iglesia, donde no sobra nadie y las puertas siempre permanecen abiertas, sino en dar testimonio de esa lucha agónica que es la fe. La fe no es algo sólido y acabado, sino un camino que se hace día a día. O si se prefiere, una espera, con sus inevitables dosis de incertidumbre. Ahora que estamos en Adviento, conviene recordar que Dios cristiano “es el Dios que viene” y no lo hace de una forma abstracta o grandilocuente, sino con el rosto del humilde galileo que recorrió Palestina con un mensaje de esperanza. “Si falta Dios, falla la esperanza –advierte Benedicto XVI–. Todo pierde sentido. Es como si faltara la dimensión de profundidad y todas las cosas se oscurecieran, privadas de su valor simbólico; como si no ‘destacaran’ de la mera materialidad”. Quizás la resistencia de algunos intelectuales cristianos a identificarse como tales procede de una esperanza demasiado débil. Ojalá no sea así, pues la esencia del cristianismo es contemplar el mundo desde la perspectiva de la alegría, sabiendo que la muerte no es el fin de todo, sino un nuevo comienzo.