Soy nacido y criado en el corazón de las montañas de Puerto Rico, lo que quiere decir en mi país que “soy del campo”, “soy un jíbaro”. Aprendí desde muy pequeño a esperar, porque en el mundo del campesino, la espera es una parte importante de lo que está hecha la vida.
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La finca hay que prepararla, romper la tierra con el arado, hay que sembrarla y cuidarla, pero, sobre todo, hay que esperar. Cada fruto tiene su tiempo. Por ejemplo, el tabaco, que era nuestro mayor cultivo, toma varios meses y el café varios años. No se puede confundir el “tiempo de siembra” con el “tiempo de cosecha”.
Tal vez eso tiene que ver con lo mucho que, como sacerdote, disfruto del tiempo de Adviento, de ese período de preparación y espera para la llegada del Niño Dios al mundo. El cantor argentino Alberto Cortez decía: “Prefiero, más que llegar, pensar que ya voy llegando”. Pero, por supuesto, todas las noches me acuesto con la esperanza de los pastores, en la espera de esa noche maravillosa en la que los ángeles nos despertarán para avisarnos que ha llegado el Mesías, el Príncipe de la Paz.
Un Adviento distinto
El papa Francisco nos ha regalado un Adviento distinto. Ha proclamado estos dos años como el tiempo de sembrar una iglesia sinodal. No es tiempo de cosecha, es tiempo de siembra. Todavía no es el momento de la gran explosión de la alegría al ver la cosecha de una Iglesia renovada, de profundas raíces de participación de todas las comunidades, de rejuvenecido compromiso con la doctrina social, con la fe viva marcando una nueva ruta para la justicia. No, lo que nos ha regalado el Papa es el tiempo de sudar la gota gorda, de romper tierra y echar semillas, de cuidar el terreno, abonarlo y estar a la espera de los pequeños y débiles brotes que augurarán un futuro de árboles frondosos, de fincas llenas de frutos buenos.
Vamos a tener que sudar mucho porque, por supuesto, la tierra se resiste al arado. Hay que romper los terrones duros de resentimientos y temores viejos en las conciencias de quienes piensan que sembrar de nuevo no vale la pena. Hay que proteger las “finquitas” de los elementos que llegan de afuera y la amenazan, tanto de la sequía de solidaridad social como de las lluvias tormentosas de las iras ideológicas. Pero, sobre todo, tenemos que examinarnos en nuestros corazones para caer bien en tiempo –en cuenta– del proceso histórico iniciado para la siembra de una Iglesia verdaderamente sinodal, tanto en el “decir”como en el “hacer”. Esto es como decir que la primera tierra en la que tenemos que plantar la semilla es en nuestro propio corazón desde donde brota lo auténtico.
Lo dicho, para que llegue el día ansiado de la Natividad, de la cosecha de esta Iglesia en renacimiento sinodal, hace falta primero este período, este Adviento. Por eso me reitero en lo mucho que el período de Adviento que me hace meditar en mi niñez campesina, en la ilusión de espera por el Niño Dios y, por eso también canto: “Prefiero más que llegar, pensar que ya estoy llegando… caminar y caminar”.