En la vida podemos dividir los caminos en dos tipos. Uno de ellos es el camino por el que transitamos hacia la luz de la verdad. El otro, el laberinto. Ese es el entramado por el que nos perdemos, por el que en cualquier esquina aparecen los “monstruos” y los llamados “fantasmas”. Sería fácil, muy fácil, si ambos tipos de caminos estuvieran diferenciados claramente desde que nos echamos a andar, pero debemos tener muy claro que… así no es la vida. En vida hay que “discernir” para decidir correctamente… y en ocasiones, en muchas ocasiones, falta ese pequeño detalle.
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Acostumbrados a los “ropajes rituales” de la dignidad falsa, acostumbrados a los “intelectualismos” que hacen trucos contra la verdad –como lo hacían los oradores sofistas griegos que alquilaban sus argumentos al mejor postor– son ya demasiados los que esperan que el papa Francisco deje esta vida terrenal para que la Iglesia “retorne” a lo que ellos consideran la “normalidad”, en otras palabras, al camino falso del laberinto.
Tres nalas noticias
Ahora bien, tengo tres malas noticias para ellos, que para nosotros son noticias buenas.
Lo primero es que el problema no es el Papa, es el Evangelio. El Papa no se ha inventado un mensaje nuevo, ni una Iglesia sinodal. Ha rescatado para esta humanidad doliente y desesperada la palabra viva de Jesucristo. Está haciendo llamados al mundo para que recuerde el verdadero camino de la verdad y la vida, para que deseche los laberintos a los que nos conducen la falta de amor, de hermandad, de perdón, de reconocernos unos a otros como hermanos. Nos recuerda los daños que la avaricia sin freno está causando a la vida natural, a la vida social, a las posibilidades mismas de supervivencia de la humanidad.
Lo segundo es que, como habría dicho el cantor Roberto Carlos en su famosa canción: “…un millón de amigos” (cántico que salpicará éste escrito); el Papa no canta solito, tiene un coro de pajaritos. Estamos regados por las islas del mundo, cantamos desde el Amazonas, desde las alturas del Machu Pichu, desde las agrestes tierras arenosas y ciudades de Irak –aquella antigua cuna de Abraham, el padre de la fe– desde una España que es mucho más que charanga y pandereta, de uno a otro confín. Habría que sacar cuenta de curas, monjas y laicos, pastores y congregaciones. Somos muchos, más de lo que los “borrachos de poder” se imaginan.
La tercera mala noticia para ellos es que las palabras redentoras y conciliadoras del papa Francisco son “aladas palabras”, que vuelan y se dejan escuchar por millones y millones de seres humanos que han sido excluidos de la mesa social que marca la vida de los que saben vivir en solidaridad. Para ellos y por ellos es que habla el Papa. El batir de esas “aladas palabras” refresca, moja con el rocío de la esperanza que es “fuerza histórica de cambio”. Su vuelo recorre las favelas de Brasil, los “ghettos” de América del Norte, las estepas. Dondequiera que se encuentren los empobrecidos, los migrantes, las mujeres abusadas, los mil y un tipos de marginados, por todos los lugares donde se esconden –o, mejor dicho, los esconden– allí están los amigos de las palabras del Papa. En cada lugar, cuando cuenten, verán que hay más de un “millón de amigos”. Sumen y verán que son muchos, muchos más los millones.
Hay un “llanto de siglos” que ha curtido la piel de los humildes, que han sufrido y sufren los látigos de los opresores. Pero ahora se nos ofrece un “canto de esperanza”, dejar los laberintos y caminar un camino que busque la verdad. “¡Quiero llorar, pero de contento!”