Escuchamos, contemplamos y discernimos una realidad impregnada de situaciones muy diversas, y por eso es imposible pensar en pronunciar una palabra única, como también es muy complejo proponer soluciones de carácter y con valor universal.
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Ya la Octogésima Adveniens nos advertía sobre esto y ahí, según mi entender, se dan algunas claves para asumir la tarea de imaginar y concretar una Iglesia Sinodal, porque ella asume que responder, proponer y dialogar con el mundo, no es el propósito de una persona o un grupo de personas. Esta es una tarea que incumbe a las comunidades cristianas, como expresión de comunión y unidad del Pueblo de Dios, para así analizar con objetividad la situación propia de cada realidad territorial, política, cultural y social, y desde ahí proponer criterios, principios, orientaciones y líneas de acción, que transformen la realidad hacia situaciones más humanas y de profunda integración y respeto de toda la creación.
Una realidad
Ante las diversas situaciones tenemos, como Iglesia la responsabilidad grave de resolver bien las realidades, porque sino pueden desencadenarse procesos de deshumanización difíciles de revertir después. (EG 51) Y esto no es materia fácil, porque cada vez más, somos testigos de aspectos que detienen o debilitan los dinamismos de renovación misionera, o que inciden en los sujetos que participan de las tareas evangelizadoras o de las instituciones de la Iglesia.(EG 51)
Pero ni esto, ni el hecho de que en diversas regiones siguen apareciendo diversas formas de violencia institucionalizada, nos aminoran. Nosotros como Iglesia seguimos con esperanza, insistiendo en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos mutuamente a llevar las cargas. Seguimos en los procesos de hacer que surjan formas de asociación para la defensa de los Derechos Humanos (DDHH), de la construcción de la paz, de procesos de reconciliación y de fraternidad universal para la consecución de objetivos nobles. Somos participes de una sed de participación ciudadana que quiere construir un desarrollo integral, ecológico, social y cultural. Nos anima todo ese movimiento de una Globalización desde abajo, de las y los empobrecidos, para que otro mundo sea posible.
Y si bien, estamos ante una realidad cultural donde cada uno quiere ser portador de su propia verdad, subjetiva, que hace difícil que las integraciones en un proyecto y/o proyectos comunes, que van más allá de los beneficios y deseos personales, sean difíciles; no por eso nos rendimos a la vorágine de esa cultura donde predomina lo exterior, lo inmediato, lo visible, lo rápido, lo superficial, lo provisorio, la apariencia, la acumulación, el desencuentro y la lucha por el tener sobre el ser.
En la misma Iglesia tenemos bautizados que no experimentan su pertenencia a la Iglesia por razones de unas estructuras y un clima poco acogedor de algunas parroquias y comunidades. También porque hay actitudes burocráticas, dándose un predominio de lo administrativo sobre lo pastoral. O por una acentuada sacramentalización, sin otras formas de evangelización. Y lo más difícil los procesos de secularización que tienden a reducir la Iglesia y la fe a lo privado y lo íntimo.
Sin embargo, a pesar de las corrientes secularistas, la Iglesia Católica sigue siendo una institución creíble, confiable en el ámbito de la solidaridad y de preocupación por lo más pobres. Muchas veces ha servido de mediadora en la solución de conflictos que afectan la paz, la concordia, la tierra, la defensa de la vida, los DDHH y ciudadanos. Ha aportado y lo sigue haciendo en la educación con escuelas, colegios y universidades. Y cuando Ella defiende cuestiones que no son de aceptación pública lo hace por fidelidad a la dignidad humana y el bien común.
Porque los desafíos están para superarlos, hay que ser realistas, pero sin perder la alegría, la audacia y la entrega esperanzada. No nos dejemos robar la fuerza misionera. (EG 109). Los males de nuestro tiempo no deben ser motivo para reducir nuestra entrega y nuestro fervor.
Una Iglesia Sinodal
Tenemos que ser una Iglesia Sinodal, capaz de descubrir y transmitir la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de apoyarnos, de convertirse en una verdadera experiencia de fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa peregrinación. Porque esto nos permite más posibilidades de encuentro y de solidaridad entre todos. (EG 87) Este es un camino sanador, liberador, esperanzador, salir de uno mismo para unirse a los otros hace bien. (EG 87)
El Evangelio nos invita al riesgo del encuentro con el rostro del otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y sus reclamos, con su alegría que contagia, en un constante cuerpo a cuerpo. La verdadera fe en el Hijo de Dios hecho carne es inseparable del don de sí, de la pertenencia a la comunidad, del servicio, de la reconciliación con la carne de los otros. El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura. (EG 88)
La Iglesia es la casa para una espiritualidad que sane. Libere, llene de vida y de paz al mismo tiempo que convoca a la comunión solidaria, a la fecundidad misionera y a la humanización. (EG 89)
Hay que ayudar a reconocer que el único camino consiste en aprender a encontrarse con los demás con la actitud adecuada, que es valorarlos y aceptarlos como compañeros de camino, sin resistencias internas. (EG 91) Más aún aprender a descubrir a Jesús en el rostro de los demás, en su voz, en sus reclamos, sin cansarnos jamás de optar por la fraternidad. (EG 91)
Es una fraternidad mística, contemplativa, que sabe mirar la grandeza del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser humano, tolerando las molestias de la convivencia, aferrándose al amor de Dios y sabe abrir el corazón para buscar la felicidad de los demás como la busca su Padre bueno. A vivir como comunidad de discípulos que es sal de la tierra y luz del mundo. A no dejarnos robar la comunidad. (EG 92)
Por estas razones tenemos que ser una Iglesia Sinodal, porque solo en la sinodalidad se expresa nuestro ser de Casa y Escuela de Comunión. Tenemos que poner a la Iglesia en movimiento de salida de sí, de misión centrada en Jesucristo, de entrega a los pobres. Hay que tomarle el gusto al aire puro del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros mismos. A que no nos roben el Evangelio. ( EG 97)
Una vivencia real del mandamiento del amor
Tenemos que generar un testimonio de comunión fraterna que se vuelva atractivo y resplandeciente. Donde todos se cuidan unos a otros, se dan aliento mutuo y se acompañan. Donde buscan ser uno, conscientes de que estamos en la misma barca y vamos hacia el mismo puerto. Donde nos alegramos de los frutos ajenos. (EG 99) Capaces del perdón y la reconciliación a pesar de los dolores. Venciendo odios, divisiones, calumnias, difamaciones, venganzas, celos, deseos de imponer las propias ideas a costa de cualquier cosa y hasta persecuciones. ¿Porque sin estos pensamientos y actitudes a quién vamos a Evangelizar? (EG 100) Una Iglesia Sinodal es la vivencia real y concreta del mandamiento del amor. Sinodalidad es animar hacia la plenitud el amor fraterno. (EG 101) Son los clamores, angustias y esperanzas los que hacen que el mandamiento del amor deje de ser un enunciado abstracto y sea una orientación concreta.
Tan concreta que es ahí donde también originamos el proceso evangelizador, nuestra teología pastoral, que nos permite crear pensamiento social. Y esto es parte de lo que el mundo le da a la Iglesia, nos da unas exigencias, unas honduras, una necesaria actualización, un proceso de unidad, de comunión y participación. Y esto es una intensa y maravillosa presencia de Cristo, porque tiene signos de profundidad, de universalización y de localización, y recapitulación del Verbo, haciéndose carne en nuestra historia. Esto es un don, pero es una exigencia para una presencia más profunda y total.
Por Pbro. Francisco Hernández Rojas. Coordinador Regional de Cáritas de América Latina y el Caribe y miembro de la Academia Latinoamericana de Líderes Católicos